Inversiones en la Vegas

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Adoro California. Está lleno de anarquistas a los que no les gusta tener una niñera de la Camarilla, así que las echaron a todas a patadas. Ahora todo el estado está regido por bandas de mocosos motoristas y góticos. Si quieres mi opinión, es un buen sitio para reclutar. Además todos van en pandillas, de modo qué cuando se encuentran se llaman de todo menos bonito. Ellum y yo hemos recorrido el estado arriba y abajo más de diez veces a lo largo de los años y nadie se ha dado ni cuenta. 

Llegamos a la ciudad, nos informamos y convencemos a un puñado de anarquistas de que oye, si quieres pegársela en serio a los antiguos hay que estar en el Sabbat. Siempre ayuda que seamos guapetones, claro. 

La gente, incluidos los vampiros, parece confiar en la gente guapa. Ellum (su verdadero nombre es Lisa Marie porque su padre eran un fan cle Elvis, pero lo acortamos a LM, que a lo largo de los años derivó en Ellum) parece una modelo a la fuga.

Siempre viste ese sombrero raído de vaquero que le hace parecer una yonqui, y supongo que la gente se siente segura a su lado. Bueno, al menos al principio. Yo soy alto y delgado, y tampoco estoy mal. Y también está mi clon de gentes, claro. En ella confían. A mí me obedecen. Aparqué mi enorme Merc negro del 49 en la acera frente a la Tienda de Paquetes (¡vaya nombre!). Salimos y nos dirigimos hacia dentro, pero antes le lancé a Ellum esa mirada de “compórtate” que pongo antes de... bueno, antes de hacer cualquier cosa.

—Hey, Cholly, Ellum y yo nos vamos a Las Vegas. Necesitamos pasta.

Charlie, el asiático que dirige la Tienda de Paquetes, me miró sin mucho ánimo. Le puse mi cara de Charlie Chan y abrió la caja registradora, levantando la tapa para enseñarme que no tenía nada.

—Es una mala noche. Aún no hemos hecho ni una venta —me dijo.
—Venga, Chuck, no me mientas —le dije. —Sabes que no me gustan nada las mentiras. Me rompes mi pobre corazón.
—En serio, no ha venido nadie en toda la noche, salvo un par de mocosos que trataron de robar.
—Mira, mierda con cara de pez —le dije acercándome y apretando la cara contra el cristal antibalas para mirarle a los ojos. —Limítate a darme el maldito dinero.

El golpe nos sorprendió a los dos. Vimos a la mujer de Charlie volar y caer sobre una de las neveras para la cerveza. Ellum me miró con una sonrisa. Estaba en medio del charco de sangre que salía de las tripas de la mujer, ya que el cristal roto casi le había partido en dos.

—Ups.

Charlie gritó y salió de su cabina, con las sandalias dando golpecitos contra el suelo. Logró recorrer cinco metros antes de que le cogiera por el cinturón y lo lanzara al otro lado de la tienda, contra otra de las neveras, cerca de su mujer.

—Coño, Ellum, ¿qué pasa contigo? —grité mientras entraba en la cabina y cogía los billetes sueltos que el listo de Charlie tenía escondidos. 
—Ahora nos tenemos que largar. —No me preocupaba la violencia (veo mucha, créeme), sino la molestia. 

Habíamos pasado semanas dándole el coñazo a Charlie, sacándole pasta con amenazas sin que llamara a la poli. Desde luego, a partir de ahora no iba a tener tan buena disposición.

—¿Y qué quieres, Adam? Intentó sobarme las tetas y luego me dijo que le estaba robando a su marido...
—¡Ellum, no hablaba ni una mierda de inglés! ¡Métete en el puto coche! —Arranqué la caja fuerte del suelo y el cable telefónico de la pared. No quería que los cerdos de la ambulancia aparecieran antes de estar muy, muy lejos. Escupí al suelo al salir, dejando a la pareja tirada sobre sus entrañas desparramadas.
—Lo siento, Charlie —reí. Que les jodan. En cualquier aso, nos íbamos a largar de la ciudad.

Nos quedamos sin gasolina a medio camino entre San Fran y Las Vegas, de modo que entré en una gasolinera. Miré a Ellum, que no hacía más que observar por el parabrisas el paisaje plano que nos rodeaba. Reuní algunas de las sombras arrojadas por las luces fluorescentes y le envolví los ojos con ellas, haciéndole parecer una Marlene Dietrich heroinómana. Me incliné y le besé en la boca. Me mordió la lengua y consiguió chuparme un pequeño reguero de sangre antes de ponerme la mano en la cadera y apartarme. Mientras llenaba el coche apareció un Bel Air azul y blanco con dos chicos dentro. El conductor era del tipo que conduciría ese clásico: un completo gilipollas que parecía haberle dado una paliza a Brian Setzer para quedarse su ropa, incluida la cartera con la cadenita. El pasajero era un chaval negro con la cabeza afeitada y camisa de leopardo. Llevaba gafas de sol, a pesar de ser de noche.

—Bonito Pontiac —dijo el conductor mientras salía. Perdedor. 
—Es un Mercury. Gracias.
—Lo siento. ¿Con botella?
—No. Todo natural. El nitro es para las nenazas. —¿Te hace una carrera? Sonreí sin preocuparme por ocultar los colmillos. 
—A ver qué te parece, chaval. Si ganas, te quedas mi coche. Si pierdes, me quedo con vuestras almas.

Dudó un segundo, pero al fin asintió. 
—Como quieras, tío. Le lancé un beso a Ellum a través del parabrisas y le guiñé un ojo. Sabía de qué iba la cosa. Así que dejé a la estrella del rock que me ganara. Entre tú y yo, podía haberle dado una paliza sin problemas, pero no me apetecía. No de ese modo, al menos. 

Aparcamos a un lado de la carretera y salimos de los coches. El chaval estaba emocionado con su victoria, pero yo no tenía la menor intención de entregarle mi orgullo y mi alegría.

—Parece que he ganado, señor.  
—Demasiado condescendiente para una ignorante bolsa de zumo.

Le golpeé (bastante fuerte) y le rompí la mandíbula. Me miró aturdido, con los ojos llorosos y la boca abierta mientras escupía sangre.

—Pues parece que no has ganado, ¿no crees? —dije sonriendo.

Se giró para escapar, pero Ellum se puso en su camino. Le agarré de la cintura por detrás, inmovilizándole los brazos. Lo levanté con una nube de polvo del desierto y le aplasté la cara contra el capó del Bel Air, dejando una abolladura con manchas de sangre. Ellum miraba al tipo negro del coche mientras lamía la vitae del coche. El idiota se quitó sus estúpidas gafas de sol. Solo podía verle los ojos y los dientes. Parecía que había cogido una pistola de la guantera, así que tiré al chaval inconsciente y saqué a su amigo del coche. Ellum atrapó el revólver, que había salido por los aires.

—Vaya, hijo, parece que tienes algo de sangre. ¿Cambiamos, Ellum? —Ella me tiró la pistola y yo empujé al chico contra sus brazos. El cilindro estaba lleno.
—Ya sé que no querías dispararme. Solo querías hacerme saber que la pistola estaba ahí, supongo. No tenía que preocuparme, ¿no? No dijo nada. Se retorció en la presa de Ellum como un gusano en el anzuelo. De nuevo no veía más de él que los ojos y los dientes.
—Fíjate en esto, colega. Estiré el brazo, me apunté con el revólver, y ¡bang! Justo en medio de esos huesos... como se llamen.
—¡Hostia! ¡Ellum, creo que me he herido! —Ella se limitó a reír y a mordisquearle la oreja. 
—¿Crees que puedes hacerlo, tú, chico?

Ellum empujó al tipo al suelo y le levantó la cabeza lo suficiente como para verme a mí y a su amigo inconsciente. Con la rodilla de mi chica en la espalda y el brazo apretándole contra el suelo, no podía ir muy lejos.

—Apuesto a que sí.

Le pisé la muñeca y apunté al dorso de su mano. ¡Click! Cámara vacía. Giré el cilindro mientras Ellum le sujetaba. Ahora sabía que iba en serio. ¡Como si no lo supiera antes! Volví a disparar y le hice un agujero en la mano. La sangre salpicó mi pelo y el vestido de Ellum. Lanzó un grito bastante poco inspirado, la verdad, pero aquello no era precisamente una tortura exquisita.

—¡Tenemos un ganador! —le gritó Ellum, poniéndole de rodillas. 
—Ahora levántate. ¿Cómo como te llamas? — Tiré la pistola al suelo frente a él y me acerque a por su amigo.
—K-Kevin —logró tartamudear el gilipollas.
—K-K-K-K-Kevin —se burló Ellum. —¡Ese es un puto nombre de blanco! —Seguía acuclillada a su espalda, y estiró una mano para agarrarle de la entrepierna. 
—Creo que te llamaremos Judas. Coge la pistola, Judas. Lo intentó con la mano ilesa hasta que lo consiguió.
—Ahora dispárale a este Stray Cats —dije mientras arrojaba al chaval inconsciente frente a nuestro nuevo amigo. Judas apuntó tembloroso al centro de la espalda.
—No, gilipollas, dispárale en la parte de atrás de la cabeza, para que el tiro le salga por la cara.
¡Bang! Judas tenía pelotas. Por supuesto, vomitó inmediatamente, así que se quedó sin puntos por estilo.
—Buen trabajo, Judas. Ellum, cariño, ¿haces los honores? Sacó la cuchilla y le cortó la garganta en un instante. 

Metí a Sin Cara en el Bel Air y puse el coche boca abajo. Después lo empujé un poco, para que pareciera que el conductor había perdido el control y había dado una vuelta de campana. Para cuando terminé, Ellum, que parecía una madre amamantando a su hijo, tenía su muñeca en la boca de Judas.

—¡Eso es, cariño! —Di una chupada a la muñeca mientras Ellum se ponía en pie. Atamos los pies y manos de Judas con la cinta que llevaba en la caja de herramientas, le tiramos dentro del maletero y terminamos con un poco de cinta en la boca, para asegurarnos.

Ellum saltó sobre el Chevi volcado y le dio una patada al depósito después de arrancar el cable. La gasolina empezó a llenarlo todo, formando charcos sobre la arena. Encendí mi mechero y lo arrojé al coche, que se encendió como los fuegos artificiales del 4 de julio. Ellum se mecía y retorcía mientras el fuego ardía a su alrededor. Dios, qué guapa es. Saltamos al Merc y salimos pitando para Las Vegas mientras unos faros aparecían en el horizonte a nuestra espalda.

Recién llegados, nos casamos en una capilla rápida. No tenía anillo, así que usé una tuerca suelta que encontré en la caja de herramientas. 

Ellum dijo que el matrimonio nunca funcionaría. Se cortó el dedo con la cuchilla y me lo entregó, cantando “Divorcio!” Yo le grité por llenar el coche de sangre, pero la hemorragia terminó inmediatamente. Aún conservo ese pequeño dedo disecado en el bolsillo...

Nos acercamos a la Isla del Tesoro en el Mirage. Mientras conducíamos, dos gigantescos barcos piratas se disparaban en el lago artificial mientras los fuegos artificiales explotaban por todas partes. Hasta el conserje de la puerta estaba disfrazado de bucanero. Mucha tontería, pero sin clase. Ya era temprano, así que teníamos que ocultarnos duran- te el día. Nos acercamos al mostrador y comenzamos a acosar al conserje, que aceptó las provocaciones con elegancia, como el despreciable saco de zumo que era. No había duda de que trataba con muchísimos bocazas que pretendían ser gente importante.

—¿No tienen reserva? ¿Me puede dar su nombre, señor? Tom Cruise.
—Ya veo. ¿Y ella es Nicole Kidman?
—No, rompimos hace años. Ésta es mi hermana, Ocio.
—Ajá. Bien. Necesito sus verdaderos nombres para introducirlos en el ordenador.
—El nombre que te he dado bastará.
—Por supuesto, señor. ¡Disfruten de su estancia! —Nos olvidamos de Robert Goulet y nos fuimos hacia el ascensor. Dos minutos después de entrar en la habitación nos quedamos dormidos en la bañera, envueltos en mantas después de haber puesto toallas en la rendija bajo la puerta. Puse el cartelito de “No Molestar” en el pomo de la puerta.

Desperté al oír unos golpecitos en la puerta del baño, y di un suave codazo a Ellum para que despertara.
—Dije que no quería molestias. —No encontraba los zapatos en la oscuridad, y me corté con la cuchilla de Ellum mientras buscaba. Salió de la bañera y se sentó sobre el lavabo mientras yo me acostumbraba a la penumbra. El zapato estaba colgado de uno de los grifos de la bañera.
—Me temo que se trata de un asunto de considerable urgencia, señor, er, Cruise. —Era una voz de hombre, probablemente de la seguridad del hotel. Ellum parecía tener malas vibraciones, porque estaba acuclillada en el lavabo sacudiendo la cabeza. Hora de jugar con cuidado.
—Ey, ahora mismo salgo. Mierda, me duele la cabeza. ¿Sigue la chica ahí fuera? —No había nada en el baño que se pudiera emplear como arma, pero en realidad no las necesito.
—No, señor Cruise, no hay ninguna chica aquí fuera.

Le vocalicé a Ellum “Nos vemos en el coche en diez minutos” y le di un beso. No debería tener problemas para salir de la habitación. Aunque nuestro invitado hubiera estado directamente frente a ella, nunca la hubiera visto. Abrí la puerta y salí dando tumbos, actuando como una bolsa de zumo con resaca. El visitante era de la seguridad del hotel, pero por el modo en que me miraba sabía que había algo más. Tenía uno de esos horribles trajes (menos de doscientos pavos en Penney’s) y unos modales que sugerían que se solía salir con la suya. Me gustaría haber mirado su alma como Ellum podía hacer, pero qué coño. Solo por el olor ya sabía que era un ghoul. Me estiré y dejé de actuar.

—Tenemos reglas en esta ciudad, señor Cruise...
—Stiers.
—¿Perdón?
—Stiers. Adam Stiers. No soy Tom Cruise. Me halaga usted, pero no es más que un parecido superficial.
—Sí, bien, señor Stiers, parece que usted no se preocupa demasiado por las reglas de la ciudad. La idea de tenerle a usted aquí no es una con la que disfrutemos especialmente. —Decididamente, un ghoul. Probablemente un Ventrue, pero con ese traje...
—¿Por qué? ¿Porque acojoné al conserje?
—Entre otras cosas. Creo que se ha dejado a un miembro de su fiesta en el coche. En el maletero, para ser más preciso.
—Estaba cansado.
—Ya veo. Lo cierto, señor Stiers, es que no soy yo ante el que tiene que dar explicaciones. Estoy seguro de que está familiarizado con nuestras tradiciones, y de que no tiene intención de hacer caso omiso de ellas. —Ese capullo parecía un diccionario. —Mi patrón desea hablar con usted, y yo debo escoltarle hasta sus oficinas. —Ahora estábamos llegando a alguna parte. Con suerte podría seguir con mi pose anarquista (la matrícula de California ayudaba) y enterarme de cómo funcionaba esta ciudad. Algo de investigación, un rápido informe al arzobispo y Las Vegas pertenecería al Sabbat.
—Llévame a ver a Moe Green, Fredo. —Tenía un aspecto repugnante. Iba a estar genial.

Esperaba ir para arriba, pero el ascensor bajó. Curioso. Esos Ventrue hijos de puta lo hacen todo del modo más extravagante posible. Bajamos por debajo del vestíbulo principal, el sótano e incluso el garaje. El ghoul disponía de una llave especial que lo permitía, porque todavía no había pulsado ni un botón. Me llevó por un pasillo largo y estrecho con iluminación fluorescente y olor a lejía. Intercambiamos algunas palabras sin sentido, él intentando acojonarme y yo haciendo que estaba alucinado por ir a conocer al Drácula más malo de Las Vegas. Sé suponía que en tres minutos me tenía que reunir con Ellum en el coche, pero parecía que llegaría tarde. Sonreí al pensar en ello. El pobre desgraciado que se encontrara en el garaje cuando comenzara a cabrearse lo iba a pasar mal. Atravesamos un par de puertas oscilantes, como las que tienen en la cocina de los restaurantes, y entramos en algo que parecía un almacén. El lugar estaba lleno de estanterías de metal llenas de latas de comida de tamaño regimiento, limpiador de alfombras y cosas así. En el centro había latas de quince litros de una sustancia desconocida. Una de ellas estaba volcada y el líquido marrón se derramaba.

—Duke, no es Tom Cruise —Solo nos veía a él y a mí en el cuarto. Nadie nos había seguido, y no había donde esconderse. Malo. ¿Y qué coño era esa cinta en el suelo?
—Ya hemos pasado por esto —dije en alto a nadie en particular. Las luces eran raras, demasiado amarillentas para ser fluorescentes, pero demasiado áspera para las bombillas normales. —Tu conserje deletreó mal mi nombre. De repente vi a un par de tipos frente a mí. Uno de ellos tenía pinta de que alguien le hubiera cogido el cuello y la parte de arriba de la cabeza y hubiera retorcido. 

Sus brazos se doblaban sobre su barriga como las alas de un pollo cojo, y sus manos terminaban en garras negras. El otro llevaba gafas y un traje gris con rayas negras. Lleva el pelo rapado a lo soldadito. 
Bienvenido a la Isla del Tesoro —dijo el tipo distorsionado con voz con flema. —Soy Montrose, y éste es mi asociado,
Alexander Cantor. —Rayitas me saludó con la cabeza. —¿Le importaría explicarnos qué negocios le traen por aquí?
—Nada de negocios. Placer. Vengo de California para jugar un poco.
—¿Y el Vástago en el maletero? —el tipo era un presuntuoso, y no me gustaba hacia dónde iban las cosas.
—Conducimos por turnos. A él le había tocado la noche anterior.
—Extraño cúmulo de circunstancias, ¿no cree, Adam Stiers de los estados Libres Anarquistas? —Raro. O no sabía de qué iba la cosa o lo sabía todo y estaba tratando de tirar de la cadena. 
—Quizá le venga bien una lección sobre el tratamiento que el Príncipe Benedic da a la ralea. —El ghoul me puso la mano en el hombro.

Por supuesto, yo era más fuerte. Cogí la muñeca, la giré y le saqué el brazo del hombro, dejándolo colgando. Cuando me giré, los otros dos habían desaparecido. Probablemente también fueran chupones. Mala suerte, Duke. La luz extraña de la habitación se alejó de mí mientras solidificaba las sombras para crear un tentáculo. Duke solo gimió cuando se lo metí por el culo, pero cuando le obligué a tragárselo abrió los ojos. Le saqué la llave del ascensor del bolsillo y le abrí la muñeca con los colmillos. La sangre (un montón) se derramó sobre el suelo, haciéndome dejar huellas rojizas cuando salí pitando por el palillo hacia el ascensor.

Ellum estaba cabreada. Sorpresa, sorpresa.
—¡Diez minutos! ¡Diez putos minutos, Adam! ¡Me dijiste que diez minutos! —Vi un brazo asomando de debajo del coche frente al nuestro, pero ya podríamos hablar después de eso.

Arranqué el motor y pisé el acelerador, saliendo del aparcamiento a toda leche. Podía ver el cielo nocturno más allá del brazo mecánico que formaba la barrera en la salida. Me imaginé la oscuridad iluminada con el color naranja de las llamas que devoraban el Casino Isla del Tesoro, así como los gritos y sofocos de todos los atrapados dentro. De eso también podía encargarme más tarde. Le di veinte pavos a la cajera. Me devolvió el cambio y levantó la barrera, y al mismo tiempo pisé a fondo y le agarré de la mano. Es difícil hacer pasar un cuerpo humano por esas medias ventanas deslizantes, pero con la fuerza necesaria todo es posible. Cuando la tiré en la acera ya estaba matarile. Corrí por las calles mientras Ellum terminaba de arreglarse. Se asomó por la ventana y golpeó a un peatón con el gato del coche (creo que llevaba una de esas repugnantes camisas hawaianas). Explícaselo a los polis, Montrose. Volveremos pronto.

Cuando regresamos a California casi era de día. Dejamos mi querido Mercury en una gasolinera hace siete minutos y pillamos un Jeep Grand Cherokee mientras el imbécil del dueño estaba pagando. Deberías haber visto la cara de su mujer cuando Ellum abrió la puerta y le sacó a rastras del pelo. - ¡Adiós, putón! —le dijo mientras nos largábamos a toda pastilla. Tuvimos que dejar allí a Judas. No envidio al pobre gilipollas que le ayude a salir del maletero. Cogimos carreteras secundarias para evitar a la policía y quemamos el Jeep a unos treinta y cinco kilómetros de San Fran.

Unas noches más tarde hablamos con el Obispo Mark del viaje. Teníamos el nombre del príncipe, dos o tres nombres de Vástagos y una ligera idea de quién tiraba de verdad de los hilos (parece que algún grupo llamado los Rothsteins tiene una cierta influencia en Las Vegas, y Montrose ya había visto antes a un par de nuestros exploradores, de modo que no nos creíamos todo lo que nos dijo). El obispo cree que atacaremos la ciudad en pocas semanas. Necesitan tiempo para recuperarse del “Incidente Anarquista”, y en cuanto restauren su preciosa Mascarada estaremos justo detrás con las antorchas preparadas. Con todo lo que pasó, ni siquiera tuve tiempo de pillar a una prostituta legal. Puede que la próxima vez...
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