07 - Intrigas y Divisiones

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El Islam parecía estable. El comercio floreció, y parecía que en cada ciudad se estaban construyendo nuevas mezquitas, universidades y hospitales, pero una guerra oculta desgarraba el alma del Islam. Al principio los combativos y su sangrienta revuelta cogieron por sorpresa a Suleiman y sus seguidores, y tuvieron que admitir que, al apoyar a los chiítas habían acabado por desplazar a los omeyas, para los cuales ya no había redención posible. Pero parecía que la sumisión a Alá no tenía mucho que ver con la rutina de Bagdad nocturno. Khalid y sus Ashirra combativos infestaban la ciudad, doblegando la voluntad de los mortales y otros vampiros a la suya, de una manera que recordaba a Roma y Constantinopla. Los vampiros que sólo servían nominalmente al Islam prosperaban en la nueva capital, entre ellos los Banu Haqim y otros que se habían asentado en Damasco cuando era la capital omeya.

Suleiman y sus seguidores dedicaron sus esfuerzos a liberar al califato de las garras de los combativos. Mientras los nobles abasíes celebraban orgías en salones esplendorosos, se libraba una amaga guerra de conspiraciones en Bagdad y más allá de la ciudad. Las dos facciones Cainitas emplearon el imperio como campo de batalla, al mismo tiempo intentado que no resultase muy dañado en el proceso, como dos tigres luchando por un huevo de gorrión. Ambos bandos operaban por medio de intermediarios mortales, fuesen o no éstos conscientes de lo que hacían, mientras competían por la supremacía política y económica. Muchos se regocijaron al ver cómo la fachada de unidad que portaban los Cainitas islámicos se resquebrajaba ante los embates de las ideologías caducas y los planes individuales. Durante siglos, los Ashirra se habían encargado de mantener el califato libre de manipulaciones procedentes de fuerzas extranjeras, lo que permitió que el imperio creciese sin verse afectado por las maquinaciones de los Cainitas infieles. En esta época, la corte de Bagdad acogió con los brazos abiertos a los antiguos de Persia y Bizancio, dado que la facción combativa de los Ashirra buscaba aliados que les ayudasen a contrarrestar la gran influencia de los tradicionalistas.

Por un tiempo los abasíes intentaron recuperar España, pero las luchas políticas intestinas y las manipulaciones Cainitas contribuyeron a su decisiva derrota en Badajoz en torno al año 770. En 782, los abasíes salieron victoriosos de su lucha contra los bizantinos, y obligaron a la Emperatriz Irene a hacer un llamamiento a la paz y rendir un humillante tributo anual de 5.000 dinares, pero el circulo vicioso de las intrigas palaciegas y la decadencia cada vez mayor del califato, esquilmaron toda la fuerza de su fervor religioso, la s'asabiyya islámica se estaba desvaneciendo, como una vela a la que se le esta acabando la mecha.

Desde el 783 en adelante el Islam cayó en un lento declive mientras seres inmortales luchaban por decidir el futuro de los fieles. Los califas sucesivos perdieron el interés en hacerse cargo de los asuntos del imperio, que crecía descontroladamente, ya que estaban absortos en sus mezquinas conspiraciones, meros ecos de las fuerzas no muertas que operaban en su seno. La avaricia, la corrupción y el asesinato se convinieron en costumbre. Las revueltas se volvieron más frecuentes: al instante siguiente de que aplastasen una, brutalmente surgía otra nueva en otro lugar. Marruecos se escindió completamente y su gobernante fundó su propia dinastía. Las luchas internas se volvieron tan violentas que ambas facciones de los Ashirra comenzaron a perder de visar el objeto de su lucha. En el año 836 el califa Muhammad al-Mu'tasim cogió por sorpresa a ambos bandos al decidir que la única forma de sobrevivir sin convenirse en una marioneta o que le asesinasen mientras dormía era romper por completo con Bagdad. Al-Mu'tasim trasladó su corte a la ciudad de Samara y se rodeó de un cuerpo de guardia compuesto por mercenarias turcos.

Esta estratagema sorprendió a ambas facciones vampíricas: incluso en las peores etapas de su conflicto el califa seguía siendo sagrado e intocable, y lo que es aún peor, la decisión de al-Mu'tasim le apartó de un peligro, pero le puso en otro. Al depender de la protección que le brindaban sus guardias turcos el califa puso su destino y el de sus sucesores en manos de estos guardaespaldas, y durante los siguientes 87 años el imperio siguió los caprichos de la guardia turca, que manipuló a una serie de califas marioneta con aún más inmisericordia de la que los Ashirra nunca se atrevieron a hacer gala.

A medida que se iba desvaneciendo la influencia del califato, los gobernantes regionales comenzaron a prestar cada vez menos atención a los edictos de Samara y pasaron a gobernar sus dominios como les venia en gana. Al-Khufa se convirtió de nuevo en el caldo de cultivo de nuevas disensiones, esta vez concentradas en los decadentes gobernantes abasíes. Unas bandas de chiítas especialmente combativos, los qármatas, iniciaron un asalto en 929, ocuparon Basora y desde allí siguieron hasta Damasco. Los califas marioneta eran incapaces de oponerse a ellos y más seguidores se unieron a las filas de los rebeldes. Para finales de año, casi toda Arabia estaba bajo su control. Los qármatas asaltaban las caravanas de peregrinos para pedir rescates, y en 930 sus atrocidades les impulsaron a saquear la ciudad santa de La Meca. Masacraron a treinta mil peregrinos, y los fanáticos cogieron la piedra de la Ka'ba y se la trajeron a su base en al-Ahsa. Nunca antes los sucesores de Muhammad habían parecido tan desamparados.

El califato omeya de al-Andalus perecía también en declive. Los distintos califas habían convertido el reino español en una delicada joya que brillaba con sus mezquitas, palacios y universidades, pero cada año parecía mermar la fuerza de los conquistadores, que se volvieron aún más egoístas e insensibles. Pronto se alzó una revuelta de cristianos españoles, apoyados por los francos al otra lado de los pirineos. Los califas andalusíes dependían cada vez más de la fuerza de sus mercenarios esclavos para mantener a raya a los cristianos (y a sus propios parientes), y no pasó mucho tiempo hasta que los califas se convinieron en rehenes de sus propios guardias, como ya había ocurrido con los abasíes.
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