Heraldos de las Calaveras

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Durante milenios, decidimos ser sabios, ascetas y diplomáticos. Nuestro valioso conocimiento nos hizo indispensable para los demás Cainitas. Destacábamos en cientos de campos, pero alardeábamos poco. En Persia, Grecia y posteriormente Roma, nos convertimos en servidores leales de magos, filósofos y emperadores. Raramente mostrábamos todo el alcance de nuestros poderes, lo que los permitía bailar ocultos mientras los imperios caían y aprender de los errores y éxitos de otros. Me han contado que hubo una ocasión en la que el emperador romano Caracalla fue asesinado por sus propios hombres por el consejo de una de mis compañeros Heraldos, que también estaba a su servicio. Consiguió pocos beneficios de asesinar a Caracalla, excepto aprender y recordar cómo sus seguidores se desenvolvieron después.

Con cuidado observó la variación de la forma en que el alma de un emperador sale de su cuerpo, y la comparó con la forma en que alma escapa de la boca de un campesino difunto. Resulta que había pocas diferencias. Nuestro linaje raramente destacaba por su habilidad en el campo de batalla. Era algo deliberado. Yo fui copero de un Malkavian que era señor de la guerra de Diyarbakir. A pesar de mi posición, mi verdadera habilidad consistía en acabar con los soldados de Teodosio usando armas, caballos y mi conocimiento sobre los portadores de la peste. Mi sire fue un poeta de Zamya, que canalizaba su arte a través de los cadáveres de sus amantes. También utilizaba esos mismos cadáveres como leales y persistentes asesinos. Nuestra habilidad para manejar la muerte era tan afilada como nuestro conocimiento de sus formas, pero era un talento secreto. Éramos una familia diversa, pero las relaciones entre mentores y aprendices eran vínculos de hermandad verdadera. Por desagradable que fuera nuestro aspecto, nuestra enorme colección de talentos puso a los Ventrue y Seguidores de Set en deuda con nosotros con agradable regularidad. Y al mismo tiempo ocultábamos nuestros dones y perfeccionábamos nuestras Disciplinas, preparándonos para la posibilidad de que una noche tuviéramos que aplastar a los señores Cainitas con los que nos asociábamos.

En esto es en lo que los Heraldos nos diferenciábamos del resto de nuestro clan. Poseíamos un foco de coherencia: nos hacíamos valiosos, incluso esenciales para el funcionamiento de las Cortes Cainitas de todo el mundo. Nuestra red de información se extendía a través del Inframundo y las tierras de los vivos. Mientras nuestros compañeros de clan experimentaban con cadáveres, nosotros abríamos canales para relacionarnos con los espíritus. El fin de la Larga Noche pudo haber llegado siglos antes de que comenzara la Guerra de los Príncipes. Pero ese potencial fue destruido debido a los delirios de Ashur. Nuestro clan estaba unido sólo por la veneración a nuestro Padre. Éramos la progenie de Ashur; un nombre antiguo que se daba a los vampiros que sucumbían a los parásitos que se alimentaban de sus almas. Otros lo llamaban Cappadocius, o Anubis, o Laodiceo, o Kizurra. Su identidad importa menos de lo que puedas creer. En última instancia se convirtió en un símbolo divino de abuso y manipulación. Es raro que un Heraldo no piense en nuestro Padre sin sucumbir a un horror instintivo. Mi rechazo por este vampiro es absoluto, pues a pesar del éxito de nuestras obras consideró digno sacrificar a la mayoría de sus chiquillos (su familia) como leña para los oscuros hornos que abrasaban su alma.

Ashur poseía una profunda deficiencia de cordura, honor y visión. Siempre le faltó el fragmento de alma que le hubiera llevado a la paz y resolución, y constantemente era atormentado por revelaciones que atrofiaban la poca sabiduría que le quedaba. Cuando alcanzamos nuestro auge en número, enterrados en los dominios Cainitas desde los reinos godos hasta las ciudades estado de Pyu, ordenó nuestra muerte. Nuestro Padre nos consideraba indignos de esta vida inmortal. Hizo pedazos nuestros corazones como Set había hecho con Osiris, y teníamos demasiado miedo de ese semidiós loco como para resistir a su mandato. Contemplé cómo mi sire, cuatro de mis chiquillos y cientos de mis compañeros descendían al olvido porque Ashur los eligió según su capricho para castigarlos por transgresiones que nunca fueron debidamente explicadas. Podríamos haber contraatacado. Deberíamos haberlo hecho. Para mi eterna vergüenza, no levanté un dedo mientras contemplaba cómo mis amados chiquillos desaparecían en la oscuridad. Ahora que sé lo que les ocurrió, me desprecio a mí mismo por no haberlos seguido.

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