Una vez el muchacho se levantó moviendo sus caderas y llevando al abad a nuevas cotas de placer. Otra vez se sacudían al unísono, con los rasgos torcidos por el paroxismo del perverso placer. Jonathan atacó de nuevo y el chico se derrumbó sobre el con el rostro convertido en una irreconocible y feroz máscara. El sacerdote lanzó un grito agónico. Algo se movía hacia él, surgiendo del interior del muchacho. Se arrastraba lentamente a través de aquel cuerpo de elfo y entraba en el suyo, introduciéndose en su sexo y distendiéndolo. Cada acometida (pues era totalmente incapaz de detenerse) iba acompañada por una terrible sensación de rasgadura, intensamente dolora al tiempo que extrañamente placentera. Lo que se movía dentro de él era un enjambre, comprendió el abad en un horrible momento de lucidez; podía sentir a las criaturas forzando la entrada en su interior. Gritó y trató de zafarse, pero era incapaz de apartar al muchacho de encima, los muslos de aquel niño monstruoso le tenían sujeto en un mortal y sensual abrazo. La combinación de tormento y placer era indescriptible. El abad pudo oír el chasquido sordo con el que se rompió su cadera, que cedió entre un esfuerzo que el cuerpo humano no estaba preparado para soportar. Cayó por fin en el misericordioso abrazo de la inconsciencia.
Pasó las dos semanas siguientes en un estado de semiinconsciencia. Se preguntaba vagamente por qué ninguno de los monjes se acercaba a ver si estaba bien. También alcanzaba a pensar en sus obligaciones y misas. Las noches estaban inundadas por la visión del rostro tranquilo de su torturador. Luego estaban las pesadillas, escenas surrealistas en las que el joven se reía de la forma de su pene, apretando, estirando y cortando. Había imágenes que se acercaban peligrosamente a los límites de la cordura en las que el monstruo se echaba sobre su cara, introduciéndole en la boca gusanos salados y ensangrentados y otras criaturas informes, cerrándole luego las mandíbulas para obligarle a tragar. Los días, si era posible separarlos de las noches en aquella oscuridad eterna, eran aún peores. Cuando no lograba conciliar el sueño, vendido y destrozado como estaba, era exquisitamente consciente de cada una de las sensaciones que torturaban sus nervios. La lengua hinchada y llena de llagas por culpa de los miles de picotazos, era prácticamente lo único que podía mover. Las moscas se posaban sobre sus ojos y ni siquiera lograba parpadear para hacerlas marchar. Fueron unas compañeras constantes en su tormento, convirtiéndose su zumbido sordo en consorte del lento latir de su corazón. Terribles y deformes criaturas se arrastraban por su cuerpo fofo, y algo se movía dentro de su abdomen con horripilante deliberación.
Entonces, una noche, despertó para descubrir que su captor le estaba esperando. El niño estaba sentado sobre su pecho, robándole el aliento y mirándole directamente con unos ojos negros e insondables. Su cuerpo era frío, notó Jonathan, tanto como los cadáveres que preparaba para su entierro. Muchos insectos se movían sobre el abad para introducirse en el cuerpo desnudo del joven, saludando su presencia. Incontables formas negras entraban y salían de la nariz, la boca sonriente y la entrepierna del monstruo. "Tienes ojos de vaca", siseó el muchacho, mientras valoraba con mirada neutra el rostro de su cautivo. La voz era demasiado inmadura, demasiado malvada para proceder de un chico. Lo que fuera que hubiera detrás había conocido una degradación más allá de la mente humana. El abad gimió, aterrado ante la idea de que aquel torturador le arrancara sus ojos con sus dedos fríos y pequeños. "Ojos de vaca" repitió, tomando una aguja enhebrada en una madeja de seda que se encontraba tras el cuerpo postrado. "La misma mirada amplia que tienen las bestias del campo. Dicen de ti que eres descuidado e ignorante, cerrado a la comprensión. Te traicionan y te señalan como presa".
La criatura clavó la aguja en la palma de su propia mano, atravesándola. Sin detenerse pinchó la grasa de la barriga del abad, obteniendo aullidos de dolor y miedo. "Puedo ver tus pensamientos a través de esos ojos, Jonathan" continuó la bestia con los ojos abiertos mientras mantenía postrada a su víctima. Siguió cosiendo la carne del abad con gran lentitud, zurciendo antiguos patrones. "Puedo ver tus miedos. Oh, no te preocupes, de momento no te arrancaré los ojos. Serán necesarios más adelante". Las heridas se cerraban pocos segundos después del paso de la aguja gracias a la potente vitae que empapaba el hilo, pero Jonathan siguió gritando hasta que fue incapaz de articular sonido alguno. Su cuerpo se vio afectado por unos terribles espasmos. "Aquí", dijo al fin sonriendo el joven, deteniéndose para colocar la mano del abad sobre sus propios genitales en erección. "Tócame si te place y piensa en lo que deseas. Te ayudará a pasar el tiempo mientras te cuento lo que debes saber antes de la apoteosis".
Las sombras trepaban por los muros de la cámara mientras la oscuridad cubría el techo. Solo parte del suelo de piedra era visible en aquella luz mortecina, pero la superficie estaba claramente cubierta por cuarterones marrones. Moscas y avispas se arrastraban por todas partes o volaban sobre la sangre seca. Sus alas no dejaban de zumbar en aquel aire quieto y silencioso, aguardando. De pie, con la lámpara en la mano, el joven estaba totalmente quieto. Sobre él, Jonathan colgaba de una gruesa cadena suspendida del techo. Su cuerpo desnudo estaba cubierto de intrincadas costuras. El abad gritó, como había hecho una noches tras otra, pero ningún sonido parecía surgir de la garganta obturada. Sus orejas habían sido dobladas y fundidas con aceite hirviendo, pero antes de hacerlo el muchacho había introducido una mosca en cada oído. Jonathan no dejaba de oír el zumbido de una de ellas, que le susurraba secretos... La otra le ignoraba y no hacía más que formar una bola con la cera. El joven observaba impasible mientras su presa escupía, ahogándose. Una mosca, cubierta con una mezcla aceitosa de saliva y sangre, surgió entre los labios partidos de Jonathan. Al poco tiempo le siguieron otras. El abad era incapaz de gritar ya que las moscas surgían incesantes de su garganta, su cuello se hinchó y los ojos se le abrieron con una expresión de mudo terror. Se retorció en la cadena como un pez en el anzuelo, gimiendo agónico mientras los insectos brotaban de su cuerpo. El muchacho asintió aprobatoriamente y se marchó. El enjambre surgiría de su crisálida humana sin su ayuda y tenía que supervisar a otros huéspedes mortales durante esta temporada crucial. Era el momento de desertar a la oscuridad.
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