02 - La Batalla de las Pesadillas

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Schiavelli dejó caer la microsonda con un gesto de sorpresa al activarse la alarma de su ordenador de bolsillo. Durante 0,42 segundos se maldijo por su reacción de pánico reflejo y otros 0,28 segundos por su propio enfado. Entonces comprendió la inutilidad de reprocharse continuamente, y obvió el tema con rapidez. "Sé fuerte", se dijo. Apagada la alarma volvió a sentirse calmado y preciso.

Al toque de un botón, su ordenador proyectó una rápida serie de fotos de satélite, datos telemétricos MANAR, mapas y gráficos. Schiavelli sintió su mente a punto de entrar en el paroxismo más frenético cuando comparó la anomalía de sus propias lecturas con la información recogida desde el año anterior proveniente de todos los rincones del planeta, hasta que su intuición acarició una posibilidad. El desarrollo del incidente de Bangladesh era mucho peor de lo que el análisis de la computadora indicaba. Su pequeño proyecto podía esperar. Tecleó una compleja secuencia en su ordenador, dobló la esquina y se introdujo en el asiento trasero de un sedan de estilo norteamericano color gris, que segundo antes no se encontraba en ese lugar.

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"La Universidad ha identificado el idioma", comentó el Doctor Netchurch a la Dra Reage. "Sánscrito". El científico cainita caminaba de un lado a otro de la habitación, golpeando ligeramente el dorso de su mano con el lápiz. "¡Sánscrito! ¡Ahora resulta que son poliglotas!" Con una furiosa sacudida hizo astillas el lápiz, arrojando los restos a la papelera.

La psicóloga observaba atentamente a su domitor. Rara vez había visto al doctor Netchurch tan agitado. Cualquier nuevo inconveniente podría provocar en él el despertar de la Bestia, y no toleraba la idea de ver anulado su magnífico intelecto de esa manera. Mientras el científico paseaba ansioso, cavilando sobre las transcripciones de los delirios de la vidente, la doctor cogió una botella del refrigerador, llenó un tazón con su contenido y lo depositó en el horno microondas.

"Diez cabezas... diez brazos... cortan sus propias cabezas una a una y las devoran", murmuró la doctora. Al sonar el pitido proveniente del microondas, el doctor se detuvo para husmear. Agarró el tazón de sangre recalentada y se lo ventiló como si fuera un trago de bourbon.

"¡Ah!" Frunció el ceño. "¿Era...?"

"Sangre con un sedante, si", dijo la doctora Reage. "Sire, necesita tomarla. Se ha mostrado... irritable".

"Sí. Sí, es cierto. Gracias".

"Como los otros Vástagos. Los que no deliran".

El Dr. Netchurch se detuvo en mitad de una zancada. "¿Todos?"

"Todos ellos. Los síntomas de estrés en estos pacientes son inconfundibles".

Netchurch caviló. "Suministre a cada uno 10 miligramos de Librium en solución intravenosa", ordenó. "Y pentodal sódico en suero para las videntes". Se quitó bruscamente sus gafas de montura metálica. "¡Vayamos al fondo de este asunto, doctora!"

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Johnny Jumpup hacía girar a la chica, de un brazo al otro, al son de la música de big band a sus espaldas. A veces entreveía los perfiles fantasmales de los músicos rodeando el CD, que colgaba incongruentemente del trono de su señor. Su señoría toleraba el "swing" con una buena dosis de desprecio y comentaba que sólo permitía esas danzas debido a la magnanimidad de su temperamento... pero Johnny había visto demasiadas veces cómo Cassidan tamborileaba con el pie al ritmo de la música. Ahora, no obstante, solo tenía ojos para la belleza morena que colgaba de sus brazos por todo el salón. Se marcó una pequeña parodia de marcha militar como contrapunto de la música, poco acorde con la magnificencia de los grandes espíritus: supo, por el arrobamiento de las mejillas de Aronwy y el brillo de sus ojos, que había quedado impresionada esta madrugada. ¡Plebeyo, ja! Le había demostrado de sobre que él no tenía nada de vulgar. Hasta el fuego del hogar parecía querer unirse al baile brincando y chisporroteando al ritmo de la música. Para los ojos de cualquier mortal, la corte de Cassidian no pasaba de ser más que una residencia raída y agrietada, decorada principalmente con carteles de viejas películas y encajada entre un pequeño comercio y una casa de empeños.

Solo las hadas, o mortales bajo la influencia de su hechizo, eran capaces de percibir el suelo de mármol, los tapices y las doradas columnas semejantes a palmeras, con sus pájaros de cristal anidando entre las hojas... Tampoco mortal alguno podría vislumbrar a la Buena Gente bajo su forma verdadera. No podrían sorprenderse ante las orejas puntiagudas y las rizadas cejas de Aronwy, ni ante los cuernos y pezuñas de Johnny. Para ellos, su camisa abierta y brocada no era más que una camisa de poliéster de K-Mart. El fuego, un mero escalfador. De repente, las llamas rugieron, oscureciéndose, adquiriendo un matiz sanguinolento a la vez que serpenteaban y se esparcían a su alrededor. Por un momento dos figuras lucharon por salir de las llamas, un hombre (o al menos algo con forma humanoide) y un enorme felino rampante sobre sus cuatro traseros. Los chorros de llamas azotaron las proximidades, haciendo pedazos la mesa de aperitivos y consumiendo los tapices. Todos corrieron en pos de la puerta que daba al exterior. Johnny agarró a Aronwy de la cintura. Con ella en brazos y al grito de "¡alehop!", improvisó un salto mortal hacia arriba y por encima del resto de la parroquia. En el preciso momento en que la última de las hadas alcanzaba la calle, una gran vaharada de fuego se extendió por el tejado de la residencia.

"¿Estás bien?, preguntó Johnny a su acompañante.

"Eso creo", replicó ella.

"¡Demonio!", escupió el predicador callejero, situado en la esquina unos cuantos metros más allá.

Johnny lo había visto día tras día plantar sus carteles en la cara de los transeúntes, exhortándolos a dar cabida a Jesús en sus corazones. Todas las noches que tenían baile eran sermoneados por el fanático, pero éste nunca dio muestras de haberse percatado de la verdadera naturaleza de los concurrentes. Ahora, sin embargo, Johnny observaba cómo el hombre blandía su cruz de madera barata hacia... ¿hacia él?

"¡Retrocede, Satán, y la ramera con vos!", rugió el panfletista. Una luz comenzó a refulgir en torno a la cruz. Llamaradas hediondas ardieron alrededor del duende, que saló alejándose del pequeño infierno mediante un impulso veloz y frenético de sus piernas chamuscadas. ¡Los mundanos no podían hacer eso! Johnny corrió. Al menos Aronwy escapaba con él. El resto de las hadas se dispersaban, azotadas por la furia del predicador callejero. A sus espaldas se alzaban gritos de júbilo, sorpresa y terror ya que los mortales sentían cómo sus sueños comenzaban a hacerse realidad... y también sus pesadillas.

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El Padre Siderius golpeó sobre la mesa, haciendo que los desparramados mapas, plumas y protractores saltasen. "¿No te lo dije?", graznó. "¿No te dije que esto ocurriría en 1999?

"Dijiste que alguna gran disrupción ocurriría en 1999. Igual que predijiste una catástrofe que sacudiría el mundo en 1979". Ashmole habló de manera escéptica, pero se inclinó para mirar el interior de la bola de cristal de nuevo. El orbe se balanceaba un poco sobre su base cincelada con runas de plata, en suave empatía con la violencia de las imágenes que mostraba. Ashmole vio densas y preñadas nubes intermitentemente iluminadas, tanto por los relámpagos mundanos como por las extrañas descaras de fuerzas sobrenaturales.

Siderius se incorporó su uno cincuenta de estatura, "Predije un cambio drástico en 1979", dijo, "y mantengo la predicción." Manipuló uno de sus astrolabios. "Cuando Plutón, terrible planeta de la entropía y el apocalipsis, entró en la órbita del místico Neptuno, planeta de lo infinito e indefinido, se abrió una puerta y algo nuevo entró por ella. No una cosa o un ser necesariamente, pero sí una nueva posibilidad (lo inimaginable se hace realidad)". Bufó. "Gran Dios, hombre, confirmo mis descubrimientos astrológicos a través de la geomancia y la Sagrada Cábala. ¿Cómo puedes dudar de estos hallazgos, si tres precisas ciencias nos han llevado hasta ellos? No es por mi culpa que la orden haga caso omiso al descubrimiento de un nuevo fenómeno que comienza a dar sus primeros pasos por el mundo." Siderius palmoteó ligeramente sobre el otro astrolabio, "Ahora, con Plutón aproximándose a Neptuno otra vez (desbocado), la puerta ha vuelto a abrirse. ¡Contempla los resultados!" Dirigió a Asmole hacia la ventana y señaló con dedo acusador a una estrella roja brillando ardientemente en el firmamento. "Algo nuevo ha entrado. Algo que no puedes ignorar". Entonces Siderius apretó los labios y su efervescente estado de ánimo pasó en un instante. Él también miró en el interior de la bola de nuevo. "Y pienso que algo igualmente magnífico y poderoso va a abandonar nuestra realidad. Pero no sin lucha".

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"El Dragón se alza, la grulla sucumbe y el tigre gira en círculos" murmuró Wendy.

"Se abalanzan sobre las pesadilla del rey", dice otro vampiro.

"Las pesadillas contraatacan", añade un tercero.

"¿Tiene todo esto algún sentido para ti?", susurró un ordenanza ghoul a otro. La doctora Netchurch les impuso silencio.

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"¡Agarraos!", gritó Stepperfellt (bastante innecesariamente). Todos los pasajeros se habían sujetado a los flancos o al mástil del esquife tan pronto como la ola rompió. Olas negras y resbaladizas, una tras otra, se derrumbaban sobre la pequeña embarcación haciéndola girar alocada. El derrotero que seguían parecía romperse en remolinos, en el centro de los cuales aparecían rostros demenciales.

"¿Qué es eso?", gritó uno de los pasajeros.

"¡Es una tormenta, estúpido!", murmuró Stepperfellt. "Por eso la llaman la Tempestad". Entonces vio a lo que se refería el viajero.

Cuatro enormes y transparentes figuras pugnaban sobre el Mar sin Sol enviando olas turbulentas en todas direcciones. Una de ellas parecía más o menos humana... pero ningún humano ha tenido nunca aquellas extensas garras ni tales bocas distendidas repletas de colmillos. las otras tres figuras vacilaban y cambiaban de forma. En un momento dado se asemejaban a humanos, al siguiente era un dragón, un tigre y alguna especie de pájaro (¿una cigüeña tal vez?). Posteriormente tomaron la forma de fantásticos y grotescos demonios. El dragón y el tigre desgarraron al hombre, quien les repelió con sus enormes garras. Entonces el pájaro voló sobre la cabeza del humanoide golpeándola con sus alas, y la explosión de un trueno retumbó en el mar. Stepperfellt luchaba con el timón mientras intentaba hacer girar el esquife. Una explosión de brillante luz le distrajo; el hombre tigre sostenía una jabalona de bancas llamas que arrojó contra la figura central. Un enorme y negro escudo surgió del brazo del personaje y el ardiente proyectil explotó contra éste. Incluso desde aquella distancia, Stepperfellt pudo sentir el calor.

¡Mierdamierdamierdamierda!
Si solo... ahí. Stepperfellt obligó al esquife a seguir aquella dirección. Ahora las olas lo alejaban cada vez más de la batalla. Uno de los remolinos se abrió en el mar y en su extremo apareció un parche de vacilante luz grisácea. Stepperfellt luchó contra la mar arbolada gracias a una suerte de fuerza de voluntad y buena fortuna. Entonces dejaron de seguir una dirección: dependían por entero del vórtice, que empujaba la pequeña embarcación de un lado a otro. El esquife desapareció del mar sacudido por la tempestad, expulsado con violencia hacia una laguna negra en mitad de una selva decrépita y muerta.

Stepperfellt y sus pasajeros se recobraron. "Vaya, ¿quién dijo que la muerte es el fin del dolor?", se quejó uno de ellos.

"No te preocupes por eso", replicó Stepperfellt. "Necesitamos encontrar un refugio. La tormenta ganará fuerza rápidamente. Cuando termine...", suspiró, "sabremos dónde nos encontramos".

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El doctor melliot masajeó su cuello mientras los ordenanzas luchaban por atar al Sr. Riddick y meterlo en la cama. Maldición, esta vez el hombre había intentado morderle. "¡Déjenme acabar!", gritó Riddick. Melliot miró furiosamente al muro y Ridiicl dejó de dibujar con su dedo mojado en sangre y excrementos: cuatro figuras como palos, con grandes bocas repletas de colmillos donde deberían estar sus cabezas y un sanguinolento remolino de nubes alrededor de ellas. Definitivamente Riddick necesitaba un sedante más fuerte... él y la mitad de la planta.

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"Código Ragnarok. Esto no es un simulacro. Repito, Código Ragnarok. Esto no es un simulacro". La transmisión transportó su voz a lo largo de todo el mundo y más allá, a otros cientos de instalaciones donde cientos de hombres y mujeres dejaban de la do todo lo que estaban haciendo para apresurarse en ocupar sus nuevos puestos. "Los análisis indcan múltiples presencias, fuerza entre ocho y diez en el centro de la perturbación. Monitorizar todas las localizaciones para detección de actividad colateral".

Cerca de Schiavelli, un hombre y una mujer daban asimismo sus instrucciones. "Activar soletas dos hasta cinco", dijo la mujer. A miles de millas por encima de la Tierra, cuatro cilindros del tamaño de un frigorífico, negros como el azabache, se desplegaron lentamente en forma de margaritas cubiertas de espejos, cada una de ellas de un kilómetro y medio de ancho. A sus siguientes instrucciones, los grandes espejos giraron para encarar el sol, reflejando la luz hacia Bangladesh, envuelta en la noche.

Los otros hombres hablaban a sus micrófonos. "Necesitamos los Destructores de Tormentas allí y ahora para rasgar la cubierta nubulosa. Usen todo el armamento disponible, de tierra y aerotransportado para protegerlos". Una pausa. "Eso es, esto es una misión suicida".

En frente de los tres aparecieron los protocolos operativos en una pantalla de ordenador.

>>CÓDIGO: RAGNAROK
>>PRESUPUESTO PARA LAS OPERACIONES: ILIMITADO
>>ARMAMENTO PERMITIDO: ILIMITADO
>>BAJAS PERMITIDAS:

>>HABITANTES DE LA ZONA: 100%
>>PERSONAL ASOCIADO: 100%
>>OPERATIVOS ILUMINADOS: 100%

Schiavelli tecleó los códigos de acceso. Un haz de luz láser exploró sus huellas dactilares y sus patrones retinales. Un micrófono el timbre de su voz. Código Ragnarok. Una amenaza para el mundo entero. Si los manipuladores climatológicos no pudiesen penetrar el tifón, Schiavelli tenía otra manera para llevar luz solar a Bangladesh y a las cosas que allí estaban combatiendo. Tecleó más códigos y a casi mil kilómetros sobre sus cabezas, tres satélites más de color negro azabache abrieron sus compuertas para mostrar hileras de misiles.

Unos pocos cientos de miles de vidas para salvar a seis mil millones ahora, e incontables billones por llegar, se dijo así mismo. Una transacción racional.

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Los policías lucharon por introducir a la histérica mujer, que no para ba de gritar en la celda. "Maldita sea, ¿cómo hace para seguir así?, se quejó uno de ellos.

"Drogas, probablemente". El otro policía se encogió de hombros. "Ya sabes. El puto polvo de ángel. Un mal viaje o algo así".

"¡Hey, no me dejen ninguna zorra loca aquí conmigo!", exigió otro ocupante de la celda. Era un ladrón de bolsos que habían detenido aquella noche. "¡Hablaré de esto con mi abogado!"

Los policías le ignoraron. "¿Y quién es ella?", preguntó el sargento de guardia.

"Veamos", replicó el primer policía. Revisó el informe. "Según su permiso de conducir se trata de V. Harriet Bakos, última residencia en California. Hay un largo trecho desde allí".

En ese momento la mujer dejó de gritar y comenzó a balbucir. "¡Oh Dios, Virgen María, están desgarrando el cielo, están haciendo pedazos la tierra! ¡Los muertos llaman a los muertos!", comenzó a tararear. "¡Dragones, tigres y grullas! ¡Dragones y tigres y grullas, oh Dios mío!" Movía su largo y castaño pelo a la vez que pronunciaba sus palabras.

"¿Ven a lo que me refiero?", dijo el segundo policía mientras se servía una taza de café. "Drogas".

Entonces el ladrón de bolsos comenzó a gritar. Todos los policías giraron en redondo para ver al tigre caminando fuera de la celda, atravesando los barrotes como un fantasma.

Todos los policías echaron manos a sus pistolas. Dos de ellos dispararon. El tigre se difuminó, mientras que el ladrón soltó un húmedo y balbuciente gemido y cayó contra el suelo con la sangre manchando rápidamente su camisa. Un trueno inundó toda la comisaría y los policías sintieron un poderoso viento arremolinándose a su alrededor, pero que de alguna manera dejó los papeles de sus mesas incólumes. Comenzó a llover en la celda. El segundo policía llevó con un espasmo la taza de café a los labios y entonces la arrojó con un grito de desagrado por los gusanos que hormigueaban en ella. Cuando reventó contra la pared, no obstante, no contenía gusano alguno. Su compañero no se dio cuenta de ello: percatándose de que estaba en cueros, se limitó a esconderse detrás de su mesa. Los otros oficiales encontraron pronto asuntos propios de que preocuparse.

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El teniente Roderick Crowe deseaba que regresasen sus exploradores. Deseaba estar en su bombardero de nuevo, sobre el tifón, en vez de aguantar y estremecerse debajo de él. Mientras estaba en ello deseó que la tormenta se marchase, llevándose consigo a los numerosos horrores que habían hecho gritar a sus vigilantes espirituales, incluso desde miles de kilómetros a distancia. Como si esta pobre gente no tuviese suficientes problemas, pensó. Entre la lluvia y la agitada tormenta, la mitad de Bangladesh debía estar sumergida. Miles morirían, aun sin la locura de esas malditas Sanguijuelas.

Los espíritus eólicos que le servían como exploradores aparecieron ante él, envueltos en pequeños soplos de niebla. ¡Aves de metal atacan las nubes! ¡Malo! dijo un espíritu. ¡Tormenta viene! exclamó otro de los excitables elementales. ¿Vamos a casa? ¿Casa viene aquí?

Crowe comprendió de pronto a qué se referían los espíritus. Una onda amarillo verdosa brilló creciendo en la distancia, para relucir vagamente a través de la tempestad. Olfateó, e incluso a través de la tormenta pudo oler el incisivo perfume de la vida que se desbordaba. ¡Casa viene aquí! anunció el pequeño elemental. ¿Una erupción del mundo espiritual en este? El chamán siempre pensó que no viviría para ver tal cosa. Su ánimo se encendió. Los espíritus seguramente ayudarían a su manada a combatir a la cosa mortífera que se encontraba en el interior de la tormenta. Se le pusieron los pelos de punta y emitió un gruñido. Ráfagas de negrura se dispararon a través de la tormenta. Le recordaban a algo parecido a un bloque de hielo negro en la carretera, impaciente por reclamar la vida de un imprudente conductor. Algo golpeó ligeramente sorbe su hombro y cayó en el chorreante lodo. ¿El hueso de un dedo? Él y sus compañeros de manada contemplaron fijamente la lluvia de huesos. La tormenta de vida y muerte se extendió hacia el exterior y engulló al pequeño grupo de guerreros.

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"Cadenas de agua", dijo Kellner en su habitual tono apagado. Ella ya no luchaba contra las correas. "El agua le contiene. Es por eso que han convocado la tormenta, ¿comprende doctor?" Melliot ignoró sus palabras mientras le inyectaba un sedante. ¡Maldita sea, iba a conseguir una planta tranquila!

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Mujibur estaba arrodillado con su familia en el piso superior de la casa en las afueras de Khulna. Otros tres familias también estaban arrodilladas. El agua, con una profundidad de dos metros, cubría la planta baja. Juntos, rogaron que los dioses aplacasen su furia y les dejase sobrevivir a la tormenta. El gemido y el rugido del tifón enmascaró el estrépito de un edificio vecino que se derrumbaba preso de la inundación. Mujibur sabía que su propia chabola debía ser dada por perdida.

Tres de los hijos lloraban y sus madres no podían hacer nada por consolarles. "Hay fantasmas ahí afuera", sollozó una niña pequeña. Su madre la hizo callar, diciéndole que era solamente el viento. Por un momento Mujibur pensó que había visto un rostro contraído y murmuramente en una esquina de la habitación (no, por supuesto fue un turco de la luz de su única y vacilante lámpara)

"Papá, ¿vamos a morir?", preguntó el hijo más joven de Mujibur pro décima o undécima vez a lo largo de la noche. Mahibur apretó los dientes. ¿Pararía alguna vez el mocoso? Repentinamente, sintió que una furia encendida se deslizaba dentro de su alma "¡Si!", contestó bruscamente. "Vamos a morir todos". Agarró el mango de un sartén dentro del fardo situado entre ellos, que contenía las exiguas pertenencias de la familia. Zurró al niño lo justo para hacerle callar...

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Cuando Cyprian entró, se encontró con dos policías muertos y el resto en estado de histeria. Uno de ellos apuntaba a la joven que estaba dentro de la celda, gritándole que parase. Mientras chillaba, uno de sus dientes se tensó y quebró. Muchos otros lo habían hecho ya. Cyprian dijo "Atiéndanme" en una voz baja pero penetrante. Los policías miraron hacia él. "Requiero su asistencia". Varios policías se arreglaron el uniforme rápidamente. "Eso es", continuó el hombre de pelo gris. "Decoro. Procedimiento estándar. Sigan las reglas". Un agente caminó lentamente hacia su escritorio y se sentó. Bajo la mirada del recién llegado, el resto de los policías se dirigieron a sus puestos (al menos aquellos que pudieron). "Muy bien. Ahora abran la celda y tráiganme a la mujer ante mí". Uno de los agentes obedeció parsimonioso, caminando a través de un enjambre de serpientes fantasmales. Cyprian sostuvo la cabeza de la mujer entre sus pálidas manos y la obligó a encontrar su mirada.

"Duerme", ordenó, "no sueñes. Duerme". Los párpados de la joven aletearon y se cerraron. Su cuerpo se aflojó entre los brazos del extraño. Las serpientes y el resto de las apariciones se desvanecieron. Tendió a la mujer en un escritorio. Cyprian se dirigió a los policías de nuevo. "Gracias. Ahora limpien este sitio. Cuando terminen, no recordaran nada de ella ni de todo esto". Inspeccionó los cuerpos del ladrón de bolsos y de los dos policías muertos, lamió sus labios y se estremeció ligeramente. Con un pañuelo, tomó la pistola de uno de los policías muertos y la presionó contra la mano de ratero.

A una orden de Cyprian, los policías se alinearon ante él. Uno a uno, fue mirándolos a los ojos de cada cual diciéndoles, "El criminal se hizo con la pistola y comenzó a disparar. Por supuesto, tuvieron que devolver los disparos". Cada policía asintió y volvió a su mesa. Una vez terminó, Cyprian alzó a la chica como si fuese un saco de patatas y cargó con ella en el asiento trasero del auto. "A casa", dijo al conductor, y suspiró. Proteger la Mascarada exigía mayores esfuerzos cada año que pasaba. ¿Por qué me preocupo? se preguntó. Miró a la joven y esperó poder encontrar alguna razón para no matarla.

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Lars hundió su enorme hoja en la garganta del último de los escrofulosos monstruos con cabeza de pájaro. Cuando la furia del combate amainó, los empapados hombres lobo miraron a su alrededor. Habían llegado demasiado tarde para salvar a los hombres y mujeres embutidos en sus trajes de vacío color naranjas. Yacían tantas armas destrozadas en el lodo como nunca había visto Crowe. En el centro del campo de batalla reposaba un tambor plastificado provisto en su parte superior de una antena parabólica y unos pocos diales y medidores de un lateral, todo ello asegurado por cables incrustados en el suelo. Alrededor pendía el incisivo y frío olor de la estasis y la lógica, un aroma percibido por el alma. Uno de los hombres caídos gimió blandamente. Los guerreros se amontonaron alrededor de él. Las orejas de todos ellos se encogieron de la impresión: vieron pequeños riachuelos de carne fundida corriendo a través de los ojos del hombre. "¡Sanitario!", gritó Crowe. Los viejos hábitos nunca mueren. El hombre se agitó débilmente.

"¿Capitán?", croó. "Secundario... neutralizado... Unidad en posición... Planos... enviados." El hombre tosió. "Lo hicimos Capitán. Lo... hicimos..."

Crowe tomó el pulso al individuo. No viviría mucho más. El chamán sentía cómo el alma de aquel hombre se agitaba, preparándose para abandonar su vasija de carne. Un alma poderosa, una de las que podría poner orden en el mundo con la sola fuerza de su voluntad. Un hombre lobo sopesó el extraño rifle que tenía entre sus manos y lo levantó por encima de su cabeza, preparado para golpear con su culata la antena parabólica. "¡No!", ordenó el chamán. "¡Déjalo estar!"

"Tú sabes quién es esta gente. ¡Nos quieren muertos, señor! ¡Hace dos años, algunos de ellos mataron a mi Tío!"

"He dicho que lo dejes estar", gruñó Crowe. "No es nuestro problema. Al menos, no ahora. Y si estas cosas les atacaron", plateó uno de los cadáveres de las bestias con cabeza de pájaro, que rápidamente se estaba descomponiendo, "no pueden ser todos malos. Tengo la sensación de que esta máquina está diseñada para causar daño de alguna manera al monstruo desconocido que hemos venido a matar. ¡Debemos dejarlo estar!". Los dos hombres lobo se miraron el uno al otro durante algunos segundos, pero el más joven se dio rápidamente la vuelta.

"Sigue sin gustarme", murmuró.

"No tiene por qué gustarte", contesto con brusquedad Crowe. "Vamos, todavía no hemos visto qué es lo que está causando todo esto. ¡Moveos!"
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