04 - Consecuencias

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Cyprian arrancó la puerta de sus goznes y entró con pasos ruidosos en el parque de caravanas, con sus ghouls trotando detrás. ¡Maldita sea la Mascarada" Si no conseguía alguna información, iba a haber unos cuantos cuellos rotos. La guía telefónica indicaba que la familia Bakos vivía aquí. Mirando alrededor, vio toda una variedad de tráileres y caravanas. ¿Dónde estaba la gente? ¿Por qué no había encendida ninguna luz? Cyprian se detuvo. Sangre. De hacía un día, al menos; ningún vampiro podía confundir ese olor. Encontró el primer cuerpo un poco después. Pintura negra cubría las ventanas de la caravana de los Bakos. Extraño, siendo humanos. Envió a uno de sus ghouls en primer lugar. "Dos muertos, señor", informó el ghoul. Entonces Cyprian entró. Los morenos y definidos rasgos de la mujer muerta explicaban el misterio. Gitanos, por supuesto. Ella debía haber servido a un vampiro, a uno de los ambulantes Gangrel o Ravnos (y el amasijo de carroña desmenuzada debía ser un vampiro). Cyprian sonrió con desprecio. Había oído historias de algunos vampiros (de sangre débil, hijos de rebeldes) que trataban de retornar al seno de sus familias mortales.

Supuestamente, los Gangrel y los Ravnos permanecían con sus familiares Gitanos. Gangrel o... Ravnos. Recordó los fantasmas y las pesadillas demasiado reales que se arremolinaban en torno a la chica y el poder de conjurar ilusiones del clan Ravnos ¿Qué era ella? Mientras caminaba de regreso a su auto y cavilaba sobre la inquietante cuestión, un vampiro enloquecido le atacó. No podía hablar, solo era capaz de aullar y gritar su furia. El incendiario cargamento de las pistolas de sus guardias dio buena cuenta de él. Bien, eso explicaba las muertes. Indudablemente, uno de los vampiros del clan gitano sucumbió a la Bestia, atacándolos y matando al otro vampiro. Al menos, un final bien atado. Ahora, si pudiese encontrar a Harriet de nuevo... Cyprian no veía otra salida. Dondequiera que estuviese aquel fenómeno, tenía que morir. Dio instrucciones a uno de sus ghouls para que permaneciese detrás, vigilando por si ella aparecía.

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El Doctor Melliot se echó un trago de Whisky y sorbió de la cerveza. Gracias a Dios, había persuadido al director para que le enviase a esta convención. La semana pasada le hizo echar de menos los buenos tiempos del electroshock y la lobotomía.

"Y por toda la sala, los pacientes balbucían sobre un rey caníbal y unos animales salvajes. Lo juro, cada uno de esos malditos chalados estaba con lo mismo". La cabeza de Melliot se volvió de repente hacia la conversación, uno cuantos sitios más allá a lo largo de la barra.

"En el mío también hicieron de las suyas. Estaban dale que te pego con lo de una rasgadura en el mundo por donde pasaban espectros y fantasmas. Eh, ¿alguien sabe si hubo luna llena la semana pasada?"

Melliot se levantó y caminó hacia los otros psiquiatras. De una manera cuidadosamente casual, preguntó. "Los animales salvajes, ¿eran un tigre, un dragón y una especie de pájaro?" Los psiquiatras se miraron los unos a los otros. Entonces, se giraron hacia la barra, pidiendo más bebidas frescas y hablando intencionadamente sobre el busto de la camarera.

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La figura corpulenta, vestida con un manto y encapuchada, susurró una palabra y trazó una serie de curvas en la gran puerta de hierro, desactivando la última de las trampas. Introdujo la llave dentro de la cerradura, la giró tres veces y empujó para abrir la puerta. Entonces se volvió hacia sus seis compañeros.

"Así es que, ¿quién quiere hablar con él?" Los seis se movieron nerviosos, evitando su mirada.

"Oh, tú se lo dirás, Etrius", replicó la mujer. "Todos sabemos que eres su favorito".

Etrius hizo un gesto conformista con sus hombros y se dirigió lentamente hacia el enorme ataúd de piedra situado en el centro de la cámara. Comenzó a apartar con la mano la cobertura de la tumba de su señor y entonces se detuvo. Los otros seis se quedaron congelados a su vez. Allí, a 150 metros bajo las calles de Viena, oyeron una apagada tos proveniente del interior del sepulcro. También escucharon el ruido de una gota de sangre vomitada contra la tapa del ataúd.

Etrius dio un paso hacia atrás. "Creo que ya lo sabe", musitó. Juntos, los siete cerraron las puertas, echaron la llave y comenzaron el largo camino de regreso a la superficie.

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Schiavelli se permitió, por un momento, enorgullecerse de sí mismo y de su escuadra. El simposio había considerado la operación en Bangladesh como un éxito rotundo. Las bombas habían destruido los problemas que afectaban el sur del país. Las investigaciones continuarían para determinar si fueron las bombas las que lo consiguieron, o si fue la batalla librada por las criaturas. En cualquier caso, el mundo fue salvado hasta el día siguiente y la bomba quedó completamente justificada.

El número de víctimas entre la masa de civiles fue, por supuesto, lamentable, estimado en alrededor de 1.300.300. Muchas de ellas, decía el informe, fueron causadas por vampiros y otras bestias desmandadas a través de la región (Shiavelli omitió el desglose estadístico de muertes producidas por el asalto directo, manías homicidas inducidas, contagios paranormales o daños colaterales). El tifón causó  unas bajas estimadas en 115.600 por causas estrictamente derivadas de la naturaleza de la inundación en Bangladesh. Las bombas, que estaban diseñadas precisamente para eso, causaron serios daños materiales y muertes solo en las inmediaciones de la explosión, aunque seguían provocando una carnicería kilómetros más allá entre las criaturas sobrenaturales. Solo 60.800 Bangladeshíes murieron por las explosiones y la radiación.

Apartar a las masas del conocimiento de la verdad sobre la batalla sería difícil, pero no imposible si se usaban de forma eficaz los recursos del grupo. Afortunadamente, Bangladesh tenía una pobre infraestructura en lo que se refería a comunicaciones. Las muertes producidas por el tifón podrían camuflar perfectamente las bajas derivadas de las radiaciones. Los operativos iluminados eliminarían rápidamente cualquier evidencia física de muertes antinaturales y ajustarían los recuerdos allí donde fuese necesario. Los operativos de los medios de comunicación se asegurarían de que nadie en el resto del mundo prestase mucha atención al asunto. La limpieza no llevaría más de un mes.

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El Príncipe Marcus Vitel de Washington D.C. se dirigió a sus socios en un extraño cónclave secreto. "Todos disponemos de las evidencias existentes: las fotografías falsas del tifón tomadas desde el satélite meteorológico; las aldeas masacradas en la India oriental, Bangladesh y Birmania; los informes sobre los cuerpos exangües; la destrucción de todos los Vástagos en Calcuta; y la locura que ha llevado a los Ravnos a lo largo de todo el mundo a atacarse los unos a los otros. Solo veo una explicación para estos hechos".

"¿Un Matusalén?", preguntó la Reina Anne.

"Los Matusalenes no harían enloquecer a todo un clan", objetó Francois Villon.

"Correcto", dijo Vitel secamente. "Si creemos la tradición, solo una clase de vampiro puede enviar su poder a lo largo de todo el mundo. Y los Ravnos desperdigados en al menos tres continentes tienen una sola cosa en común".

"Un Antediluviano", dijo Anne queda. "Jesús, María y José, ¡ha tenido que ser su fundador!"

"Pero deberían estar todos extintos", comento Mustafá de Estambul. "Mi sire siempre juró que eran reales y que nos gobernaban a todos y nunca me dijo la verdad sobre nada".

"Siempre hay una primera vez", respondió Guilbeau de la Riviera con encogimiento de hombros.

"Así pues, existen. Así pues, uno de ellos despertó. ¿Qué vamos a hacer?", pregunto el Príncipe de Amsterdam.

"¿Hacer?", rió Rome. "¿Qué harías tú con el amanecer?"

Vitel golpeó la mesa con un puño. "Ya es suficiente", dijo. "No saldré por ahí para ofrecer mi garganta desnuda a nadie, ni al mismísimo Caín. Tiempo atrás, en la Revuelta Anarquista, los Tzimisce y los Lasombra supuestamente destruyeron a sus Antediluvianos. Si ellos pudieron hacerlo, nosotros también".

Los Príncipes se sentaron en silencio por un largo momento. Villon miró de soslayo a Vitel. "No nos preocupemos por eso", dijo finalmente Rome. "¿Qué diremos a los otros Vástagos? Así concluye el Elíseo. Ah, y de paso, decir que los Antediluvianos son reales y despiertan de vez en cuando. El primer asunto a tratar en el orden del día para el siguiente encuentro serán los preparativos para el fin del mundo. ¡Digo que no! ¡Tendremos una Revuelta!"

"No diremos nada",  replicó Vitel. "Se lo comentaremos solo a nuestras primogenituras, a los príncipes en que podamos confiar y a los justicar. Revelar la verdad a nuestros menores solo les atemorizaría. Y lo que es peor, las nuevas harían parecer al Sabbat más creíble".

"Mantendremos la autoridad hasta el punto en que seamos temidos". Concluyó Vitel. "Si nuestros chiquillos temiesen más a los Antediluvianos que lo que nos temen a nosotros, cesarían en su obediencia. Ordenen a sus comisarios y azotes que adopten medidas más severas que hasta ahora. ¡Tendremos orden! Y mientras distraemos a los chiquillos con purgas, buscaremos métodos para matar a nuestros progenitores... y construiremos refugios inexpugnables para nosotros mismos. Si las cosas van de mal en peor, arrojaremos a nuestros chiquillos a las fauces de nuestros Ancianos y esperaremos a que satisfagan su hambre". Sonrió. "Estoy preparado para una guerra termonuclear. ¿Puede ser la Gehena peor?"

Si alguno de los otros príncipes pensaba así, encontró más prudente no contestar. Excepto Villo que susurró "Puede".

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En su aturdimiento, Harriet deambulaba por las calles. Solo atendía a su propio estado de terrible desolación. Había visto bombas, había visto cuatro soles en el cielo (entonces fue cuando oyó un alarido que crecía cada vez más, imprimiendo un eco a través de su alma). Se sentía como si algo se hubiese roto dentro de ella; como si hubiera perdido algo precioso que, sin saber lo que era, deseaba reclamar para sí. Estaba delante del remolque donde moraban sus padres. La puerta colgada desvencijada. Entró. Su madre yacía muerta, un cadáver hinchado. Su padre... ¿podía ser aquel montón de cenizas desparramadas su padre?

Salió dando tumbos del remolque. Ahora sentía una pena a la que podía dar nombre; este dolor apartó la indefinible pesadumbre y el recuerdo del alarido. Pudo reconocer el mundo de nuevo. Se dio cuenta de que estaba sentada al lado de otro cadáver, uno fresco. Vagamente recordó haberlo visto anteriormente, en una... ¿casa? Sí, él le había sujetado los brazos mientras luchaba colérica por soltarse. Su pistola reposaba en el suelo, cerca. Cuando terminó de vomitar, lloró. Cuando terminó de llorar, examinó la pistola. El cargador estaba vacío pero aun así la cogió. Quizá pudiese empeñarla por el dinero suficiente para comprar un billete de autobús a otra ciudad. Quienquiera o lo que hubiera matado a sus padres, sabía que ya no estaba segura en aquella ciudad. Y por si fuera poco, la policía querría hablar con ella y Harriet no tenía ninguna gana de que eso ocurriese.

Miró hacia arriba, el cielo y la oración que estaba rezando por sus padres se congeló en sus labios. Una reluciente estrella roja atrajo su mirada. Mientras la observaba, el orbe pulsó cada vez más brillante. "¡Es culpa tuya!", le gritó. "¡Tú lo hiciste!" Sabía con absoluta e inexplicable certeza que la estrella era maligna y que destruiría el mundo.

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Chou Li permaneció sentado durante tres días y sus noches donde Tieh Ju se había hundido en la tierra. Al no emerger, quemó una ofrenda de incienso en honor de su alma y comenzó el largo viaje de vuelta a China. Le traía sin cuidado si la construcción de nuevo templo le llevaba mil años o una sola noche; la perspectiva de levantarlo le parecía una meta suficiente.
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