Miedo Escénico

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¿Por qué estoy aquí? Me encuentro de pie en una callejuela, frente a una puerta con la palabra “Camerinos” grabada en lo alto, y vuelvo a hacerme la pregunta de siempre. Aquí me tienes, Melbogathra, recién llegado al mundo y ansioso por desbaratar la Creación, aunque lo primero que sentí al aparecer aquí fue amor... asqueroso amor no correspondido. Becky. No consigo quitármelo de encima, da igual cuánto me revuelva intentándolo. Quiero extender las alas, a semejanza de mi yo primordial, capaz de empequeñecer montañas, pero mis proverbiales alas me golpean las costillas. Estoy atrapado en este sitio, y eso me levanta dolor de cabeza. Cojo la manilla de la puerta y entro en los camerinos, extrañado todavía. Con una floritura del cepillo, termina de maquillar a otro miembro de nuestra comparsa antes de indicarme que ocupe la silla, y no puedo por menos de fijarme en sus frágiles imperfecciones. Me siento preguntándome qué vería Max en ella, al tiempo que me enamoro hasta del último poro de su cuerpo.

Adoro los rebeldes mechones rubios que escapan a su pañuelo rojo. Me encantan las arrugas de cansancio que le enmarcan los ojos, y venero sus pálidos labios de fresa. La conozco porque Max la conoce. La amo porque Max la ama. Así de unidos estamos Max y yo. La verdad sea dicha. Max la quería hasta el punto de pasar una cuerda por las vigas del techo y ahorcarse cuando vio que no podría conquistarla. Max estaba enamorado de Becky, y ahora, por defecto, yo también. Eso es lo más desconcertante. Me descubre mirándola fijamente y remueve los polvos con más ahínco para cegarme y obligarme a apartar la vista. Gradas al cuello alto de mi traje, no puede ver las rozaduras que me produjo en el cuello la soga que estranguló a Max, pero sigue sintiéndose incómoda en mi presencia. Se forma una pequeña arruga entre sus cejas.

—Me fastidia que hagas eso —dice. Percibo la exasperación en su voz, pero estoy demasiado absorto en la contemplación de a gota de sudor que surca su cuello, blanco como la azucena, hasta perderse bajo la costura de su holgada camiseta de tirantes. La fuerza de sus caricias en mis mejillas me tiene ensimismado. Me maravilla sentir el contado de alguien. Nadie me había tocado antes, ni siquiera Dios. Extiendo la mano para acariciar su rostro y rozo la belleza. No consigo recordar nada tan sublime como la calidez de la carne. Comparado con estar atrapado en un Abismo infernal en el que tu piel es una furia irregular, este momento es... celestial. Frunce el ceño con renovada insistencia y aparta la mirada.

—Dios, Max. No me vengas con éstas.

—Me echa un último vistazo fulminante antes de recoger su juego de maquillaje y dirigirse al siguiente actor. En ningún momento me mira a los ojos. Una parte de mí desearía que lo hubiera hecho, para que pudiera haber visto la inusitada intensidad que arde ahora en ellos. Pero no. La habría asustado. Lo sé. Mis ojos son demasiado intensos todavía. Me falta la habilidad humana de la sutil duplicidad con los matices. Es la primera vez que tengo un cuerpo. Sigo a Becky con la mirada, ajeno a las miradas de los demás. El silencio se apodera del camerino. En el teatro, esto se llama pausa significativa. Me descubro pensando. Date la vuelta Becky. Mírame, Cree en mí. Charles, el director de escenografía, asoma la cabeza y rompe el momento de tensión.

—Telón dentro de quince. Se produce un leve revuelo mientras se ajustan los trajes y se aplican las últimas sombras de maquillaje. Becky desaparece detrás de un par de actores para arreglarles la ropa.

—Hombre, Max —dice Charles, interrumpiendo el momento

—. ¿Ya te encuentras mejor? Respondo que sí. Omito la parte en que renuncié... o Max renunció... da igual... en que renunció a toda esperanza, se puso una corbata de cáñamo y se convirtió en huésped de un demonio. Sí, esa parte me la salto.

—Todd ha hecho un trabajo estupendo reemplazándote —comenta Charles. Sonrío a Todd, que está sentado con un libro en el regazo, vestido de pies a cabeza sin nada que hacer. Él me dedica una sonrisa de cocodrilo. Aspiraba a usurpar mi puesto... el sueño mediocre de un hombre mediocre. Supongo que, después de esta noche, podrá quedarse con mi papel. 

Todo el mundo guarda silencio, desde los actores al público. Todos los actores me observan con los ojos muy abiertos. Es como si el público estuviera conteniendo la respiración. Nadie se mueve. Acabo de improvisar una escena delante de nuestra acostumbrada casita, arruinando el mecánico flujo de obstrucciones y diálogos de los demás. Incluso los espectadores se han dado cuenta de que esto no estaba en el guión, y eso los tiene sobre ascuas. Les interesa más este giro inesperado que lo que estaba diciendo hace un minuto. No me malinterpretéis, Caryl Churchíll es una buena escritora y dramaturga. La predilecta de Max, a decir verdad, así que también es la mía. Brilla la luz en Buckinghamshire se cuenta además entre las mejores obras que haya escrito, pero no casa conmigo. Trata, en cierto modo, del inminente regreso de Jesucristo.

Yo hago de adinerado comerciante de maíz, Star, el que recluta jóvenes para el ejército de Jesús, y mí línea dice: “Sí te alistas ahora, serás uno de los santos. Gobernarás mil años al lado de Jesús”. Lo que pasa es que no he recitado esa línea porque es una chorrada. Sé que lo es. Una vez yo también me tragué una mentira pareada. Así que, en vez de eso, pregunto: “¿Y sí todos fuéramos Jesús?”. Ése es el quid de la cuestión. Nosotros, los “demonios”, fuimos los primeros mesías, los primeros salvadores. Éramos unos tres millones de mártires que intentaban salvar a la humanidad, y aun así fracasamos. Pero hubo un hombre que albergaba la esperanza de granjearse el favor de Dios. ¿Por qué? ¿Acaso pensaba que tendría más oportunidades por ser el hijo de Dios? Todos somos hijos e hijas Suyas. Si Dios hizo más caso a las súplicas de Jesucristo, ¿dónde deja eso a los mortales? Mascotas de Cristo. No me lo trago.

Así que pregunto qué pasaría sí Jesús fuera igual que cualquier otro mortal, cada uno llorando en su Monte de los Olivos particular, intentando desesperadamente que Dios reparara en sus desdichas.,, ¿y si la muerte de Cristo en la cruz no fuera más que un ardid para evitar que la gente descubriera que a Dios le daba igual todo? Así que todos me miran, actores y espectadores, atónitos. La mitad de la compañía finge no haber escuchado lo que acabo de decir mientras la otra mitad se esfuerza por incorporar mi diatriba al guión. Algunos de ellos empiezan incluso a discutir metidos en su papel. Por un momento, reaccionan igual que personas reales y no como personajes de ficción, y todo gracias a mí. Es entonces cuando lo siento. Una chispa de fe encendida gradas a mis declaraciones. Alguien quiere creer. Alguien quiere trasponer el umbral que separa al espectador pasivo del participante activo. Alguien quiere implicarse y creer de nuevo.

Me han dado la patada... menuda sorpresa. Desbarré sobre el escenario durante una hora, igual que un DeNíro que interpretara a un sacerdote exacerbado, y creo que nadie parpadeó siquiera. Era Dios en redondo. Nada de mutis para mí. Ahí está el problema. Nuestro director era más prima donna que cualquiera de los actores y no estaba dispuesto a tolerar otro Dios en la compañía. Es el síndrome de la abeja reina. Tendré que irme acostumbrando. En fin, mí exilio del escenario duró menos de una semana. La gente oyó hablar de mi actuación y acudió en masa para presenciar una mediocre representación del clásico de Churchíll, con la esperanza de verme. La comparsa me quería de vuelta, pero me reclamaban otros asuntos.

—Improvisamos obras de máscaras —me había dicho Jesse, de Obras Sagradas. El origen de las obras de máscaras se remonta a la Edad Media, cuando las comparsas itinerantes, sin vestuario ni escenario, formaban semicírculos en la calle y representaban moralejas saliendo al centro de uno en uno para recitar sus líneas y actuar

—. Así podrás dar rienda suelta a tus inquietudes —había añadido, con una sonrisa. Jesse sabía lo que yo buscaba. Becky me siguió hasta casa tras el último espectáculo. Ella era la chispa de fe que había percibido. Cuesta creer que bajo esa fachada de dureza se escondiera un alma desesperada y necesitada de guía. Así que ella y yo no éramos tan distintos, al fin y al cabo. Acepté la oferta de Obras Sagradas. Sí .Becky supo encontrar el camino para creer en mí, habrá otros a los que pueda acceder.

El tipo ése de la tercera fila. El que lleva puesta la gabardina raída, con pinta de no acordarse siquiera de cuándo comió o durmió por última vez. Me está siguiendo. Acude a todas mis representaciones, y ya lo he visto merodeando por mi vecindario en un par de ocasiones. Ese tipo tiene una especie de aura malévola, como si estuviera siempre enfadado. También hay fe, pero ésa se la guarda en su interior. Es su trapo sudo. Suyo y sólo suyo, o eso cree él. Así que lo he tenido presente en todas las obras, da igual dónde actuemos, desde hace un mes. Es casi tan devoto como Becky y las otras cinco almas que me han encontrado desde entonces. Me cubren de fe, y yo les ofrezco esperanza a cambio. Así de sencillo.

Sí, podría haber negociado con ellos y haberles obligado a sellar algún pacto a cambio de riqueza o poder, pero yo no pertenezco a esa dase de demonios. No siempre, por lo menos. Les doy lo que necesitan, no lo que ellos creen que quieren. Ese no es mi estilo, gradas a Max. Sus pensamientos y sus recuerdos lo han cambiado todo. Pero estoy convencido de que este individuo no es como los demás... me sigue. Lo que más me molesta es que también se ha fijado en algunos de mis nuevos amigos. Los vigila casi con la misma intensidad con que me vigila a mí. Es probable que haya visto a un par de ellos entrando y saliendo continuamente de mi apartamento. Me preocupo por Becky más que por mí. Me decido a abordar a ese tipo y cruzar algunas palabras con él. Sin embargo, al final es él el que viene a mí. Esa noche estamos actuando en un centro comunitario. Es una casa pequeña, pero eso es lo habitual allá donde vamos desde hace un mes.

La gente quiere ver a ese actor tan dotado que improvisa personajes santos con un aire de controversia. Los hago todos: Jesús, Moisés, el arcángel Miguel, San Pedro, Lázaro... Lo cierto es que no es la actuación lo que los atrae, aunque quizá ellos no lo sepan. Quieren creer que estos santos y profetas existieron de verdad. Por un instante me convierto en el círculo de máscaras vestido de negro e insuflo vida a su fe. Creen, siquiera un poco, que Jesús sudaba sangre en el Monte de los Olivos porque sabía la verdad, y que Miguel traicionó a Lucifer. Cuando concluyo esta representación, me atosiga una enorme cantidad de admiradores y groupies. No es que me moleste, la verdad, pero esta vez mi acosador se abre paso entre el tumulto y se planta justo delante de mí. Hace una semana que tendría que haberse afeitado y cambiado de ropa. Su gabardina huele a tabaco y aguardiente. Las gafas de sol le ocultan los ojos inyectados en sangre, pero estoy preparado para cualquier cosa que se proponga. Se acerca aún más para que sólo yo pueda escucharlo.

—Sé lo que eres. Voy a matarte. Luego vuelve a confundirse con el gentío.

A ver, no me malinterpreten. Agradezco el aviso, pero ¿no es más común que los asesinos te la jueguen sin andarse con galanterías? Me pica la curiosidad. Podría haberlo matado allí mismo, podría haberlo aniquilado al estilo del Antiguo Testamento, pero Max contiene mi mano vengadora. De lo contrario, el demonio que hay en mi interior habría descuartizado al acosador con las manos desnudas y le habría ensartado el corazón con la lengua. Con Max, en cambio, encuentro espantosas mis inclinaciones previas... más que nada porque me resultan demasiado cómodas. Es en esos momentos absolutamente humanos cuando se ponen de relieve las diferencias entre Max y yo. Es durante esos segundos que recuerdo que existo en el más básico de los niveles. Sigo sorprendiéndome contemplando embelesado un cielo cuajado de estrellas y, por un instante, conteniendo el aliento presa de un temor reverencial. Se me olvida que antes yo también estaba allí arriba. Que antes yo era una de esas estrellas. Estoy frente a la puerta de mi apartamento.

Está entreabierta, pero el interior está a oscuras. Recortada por las luces del pasillo atisbo una mano en el suelo, sobresaliendo detrás de un sofá volcado. Becky. Entro corriendo, sorteando los escombros de mí sala de estar, aturdido por la avalancha de emociones que ruge en mí interior. Presiento que hay alguien oculto en las sombras de la estancia, y tengo la fría certeza de que voy a hacer trizas a ese cabrón. Eso es lo único que me mantiene anclado en el aquí y ahora.

Cojo la mano de Becky y me la acerco a los labios. Siento su tersura glacial. La amo más de lo que pudo amarla Max nunca, y todo el dolor que he sentido durante los últimos eones explota y aflora a la superficie. La fe que había depositado en mí Becky me permite limpiar su sangre de las drogas con las que la han envenenado. El amor que sentía Max por ella me recuerda por qué era digna de nuestro dolor la humanidad. Todo eso no importa una mierda. Dios quería que se muriera, así que se muere.

Max quiere llorar y tumbarse junto a su cuerpo, pero el Melbogathra que hay en mí aúlla de rabia, mis alas me golpean las costillas como un colibrí preso en una jaula diminuta y quiero aullar con la misma voz que antaño generaba tornados. El problema es que ya no puedo. Así que me concentro en toda esa ira y ese odio, la misma tormenta de miseria que me ayudó a superar el suplido de Dios, y ahogo la voz de Max. Alguien se mueve en la oscuridad. Me vuelvo hacia el ruido. Mi acosador blande una barra de hierro. La esquivo a duras penas y silba junto a mi oído. Hago acopio de fuerza y convicción, la misma fuerza y convicción que me han proporcionado Becky y los demás. Siento cómo afluye el poder a mis músculos y dirijo toda la energía a mi puño. Impacto de pleno en el hombro del acosador y siento que algo se rompe. Grita de dolor, pero blande la barra de hierro con la otra mano y la estrella contra mi mandíbula. Apenas si siento el dolor. Saco toda mi fuerza a la superficie. Me estoy manifestando, mi torso reluce como la puerta de un horno.

Estar con Becky ha sofocado gran parte de mi angustia, pero ahora estoy atrapado entre dos estados. Me manifiesto en medio del fuego y la pompa del infierno, pero sigo siendo la sombra tenaz de un ángel. Mis alas deformes son átomos de polvo, mis cuernos en espiral me perforan las sienes y mi nimbo refulge como cien vatios de luz roja. Quizá no llegue a la suela de los zapatos del Matorral Encendido, pero sigo siendo un puto ángel. Mi acosador tropieza y trastabilla de espaldas, agarrándose el brazo, y yo lo sigo. Tiene los ojos abiertos de par en par, enloquecidos, como si quisiera gritar pero no recordara cómo hacerlo. Lo persigo hasta que tropieza con la pared y cierro los dedos en torno a su cuello de ave. Inhalo, aspirando su terror igual que un huracán que le absorbiera el aire de los pulmones. Gimotea, su patética voluntad se reduce a cenizas y me dispongo a descargar el golpe de grada.

—Lo siento—solloza—. No quería... Lo fulmino con la mirada, desbordado por la furia. El poder crepita a mí alrededor y ansío acabar con él. Quiero ver sus entrañas enroscadas en mí cuello. Quiero convertirle los huesos en astillas. Quiero arrancarle la lengua con mis propios dientes, pero... No puedo. No a menos que quiera perderlo todo. Aún amo a Becky, y no pienso cambiar ese amor por odio. Ya lo he hecho antes, y tardé mil años en recuperarlo. Lo suelto y corro el telón que cubre mi esencia. Las alas de moléculas de polvo caen al suelo y los cuernos se retraen en mi cráneo. Vuelvo a parecerme a Max, pero el acosador sabe la verdad. Yace a mis pies, sacudido por el llanto, sollozando angustiado. Del mismo modo que siento la fe de la gente, siento su miseria. No llora de miedo, sino impulsado por una desolación espiritual que tanto Max como yo entendemos a la perfección.

—¿Por qué? —se lamenta—. ¿Por qué no puedo matarte? Sé lo que eres. Lo he visto en el escenario. Lo miro fijamente, furioso y dudando todavía si debería morir o vivir. Fui un estúpido al creer que nadie me vería. Mi soberbia me ha vuelto descuidado, he dejado entrever mi divinidad. Alguien ha sabido ver en mí lo que soy, y Becky ha cargado con las consecuencias.

—Siempre que acudo a tus obras —gimotea—. Pensé que hoy podría matarte. De una vez por todas.

—¿Por qué no lo has hecho? —pregunto entre dientes.

—No podía. He visto tu actuación. Siempre que... creía y no quería. Siempre... siempre me acobardaba. Mañana... me decía. Morirás mañana. Oigo la ira en su voz y el veneno que rezuma su fe.

—¿Por qué?

—¡Porque no quería creer en Dios! ¡Pero tú me has obligado!

—¿Cómo? Mi acosador sorbe por la nariz y recupera un tanto la compostura. He despertado algo en su interior, una fe que no desea, aunque no puede haberlo cogido del todo por sorpresa.

—Siempre había pensado que, si Dios era real, debía de ser un cabrón por haber creado este mundo de mierda. Mis padres murieron asesinados. El cáncer está matando a mí esposa. Toda mi vida se ha ido al garete. Pero estas cosas pasan, ¿no?

—Se levanta—. Dios no existe, así que no puede ser culpa suya. Estas cosas pasan y punto, ¿no? Mi acosador arrastra los pies hasta una silla y se sienta. Me mira con los ojos como platos anegados y se acaricia el brazo lastimado.

—Luego vienes tú y me obligas a creer. De repente creo en Dios, pero veo que no le importa nada. Nadie le importa una mierda. El silencio se cierne sobre la sala. Me arrodillo junto a Becky.

—No pretendía hacerle daño. Te estaba esperando y ella me sorprendió. ¿Está...?

—Se pondrá bien. —La mentira quema como el fuego

—. Pero tú será mejor que te largues.

—¿Cómo? —Que te vayas a tomar por el culo.

—Pero sí he intentado matarte —dice, incorporándose lentamente

—. ¿Por qué ibas...?

—Porque tienes razón. A Dios no le importas, nunca le has importado. Esa certeza es todo el castigo que te mereces. Mi acosador está perplejo. Busca la puerta y sólo vuelve la vista atrás en una ocasión, pero no va a escaparse tan fácilmente. Todavía ansío venganza.

—Con una condición. Mi acosador me observa, temeroso. Lo golpeo con mi gloria para dejarlo mentalmente débil y dócil.

—Una condición —repite.

—Eso es. Verás, puede que a Dios le dé igual, pero a mí no. A mí me importan mis amigos, y quiero asegurarme de que no vas a volver a por ellos ni a por mí.

—Ah, claro que no —se apresura a prometer, demasiado deprisa para mi gusto.

—No es suficiente. —Me levanto y me planto delante de su rostro hirsuto tiznado de lágrimas. Intenta retroceder, pero lo agarro por el cuello y lo retengo en el sitio—. Tienes que jurarme, por tu alma, que no volverás a por mí.

—Por mi alma... —dice. Está nervioso, y con razón, pero también se muestra crédulo en estos momentos.

—A cambio, haré que olvides que me conoces y que me has visto actuar.

—¿Puedes hacer eso? Está lo bastante desesperado para creerme, la desesperación y la falta de fuerza de voluntad son mis aliados. De lo contrario, se daría cuenta de que me resultaría igual de sencillo obligarle a olvidar sin necesidad de prometer nada y mis amigos y yo estaríamos igual de a salvo.

Pero lo que no comprende es que, aun después de que se olvide de mí existencia, siempre estará conectado a mí porque me habrá hecho una promesa por su alma. Y que gracias a esa promesa podré drenarle la vida, paulatinamente y a distancia, siempre que quiera. Permanecerá débil y torturado el resto de su existencia, sin saber en ningún momento a qué se debe su lenta agonía. No serás más que otra carroza en su desfile de miserias.

Tendrá razón al culpar a Dios, además, puesto que si bien no se acordará de mí específicamente, retendrá eternamente su incuestionable fe en un creador cruel y desalmado al que él no le importa un comino. No, no tengo intención de hacerle olvidar eso, porque si bien hay una gran cantidad de Max templando a Melbogathra, también hay una gran cantidad de Melbogathra en Max. Max y yo ya estamos así de unidos, y los dos queremos que este tipo sufra por lo que ha hecho. Lo cierto es que ni siguiera mi amor por Becky puede cambiar eones de odio de la noche a la mañana. Sigo siendo un demonio. Quizá eso me contenga, pero aún me queda un largo camino por recorrer. De modo que asiento. Sí, claro que puedo hacerlo. Puedo borrar el dolor que he provocado. Para eso he venido.
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