Parte 02: Una Época de Maravillas

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Las legiones se dispersaron a lo largo y ancho del mundo, conduciendo a los hijos e hijas de Adán y Eva a lugares tan majestuosos como sobrecogedores, donde construiríamos nuestras mansiones, nuestras fortalezas, nuestras catedrales. Durante los primeros días de la rebelión, sólo nos manifestamos esporádicamente ante nuestros rebaños, para proporcionarles educación y guía. Aunque se habían rebelado, a muchos de los nuestros les costaba aparecerse a los mortales. La prohibición del Creador estaba tan arraigada que sólo los de mayor fuerza de voluntad osamos presentarnos ante la raza de Adán y Eva en todo nuestro esplendor. Se nos adoró durante aquellos días, y extrajimos nuestro poder de la fe que nos profesaba la humanidad. Guiamos nuestros rebaños en largas peregrinaciones que eran tanto viajes de descubrimiento como de conquista. Fue una época de experimentación en la que descubrimos los límites de nuestro poder. Construimos ciudades en las faldas de las montañas y erigimos monumentos en nuestro propio honor.

Bastiones y Catedrales

Fue ésta la época en que se construyeron los cimientos de nuestra futura metrópolis. Nuestra guerra contra el Cielo daba sus primeros pasos, ambos bandos nos estábamos reagrupando para lanzar el asalto inicial. Por toda la tierra, las legiones construyeron fortalezas y robustas catedrales. Con el tiempo, estos bastiones crecerían hasta convertirse en ciudades fortaleza, inmensas y sublimes en su gloria. Entre ellas se contaba Dûdâêl, el hogar del árido desierto de la Legión de Ébano; Tabâ’et era la torre de vigilancia de la Legión de Plata; y Kâsdejâ, la fortaleza subterránea de la Legión de Alabastro. No eran éstos los únicos bastiones de los caídos, pero son los pocos que recuerdo.

En aquellos días, yo recorría las tierras en calidad de mensajero y explorador de la Legión de Hierro. Recuerdo haber escrutado desde las cimas de las montañas y ver incontables torres en las ciudadelas que poblaban la tierra, erigidas en llanuras rocosas, en vastos desiertos y valles selváticos. Sólo Lucifer sabe cuántos de esos bastiones llegaron a construirse, muchos de ellos ocultos a ojos mortales y caídos gracias a las astutas artes de los Malefactores. Algunas comunidades eran pequeñas, compuestas por un rebaño modesto y un solo guardián; otras eran cortes opulentas que rivalizaban con los imperios más poderosos que habría de conocer la tierra. Empero, por soberbias que fueran estas ciudades, la mansión ciudad de Genhinnom, la Catedral Negra del propio Lucifer, destacaba sobre todas las demás.

Genhinnom

La ciudad catedral del Príncipe Caído, alojada en el Valle de las Lágrimas, simbolizaba nuestro desafío y nuestro orgullo. Aunque no habría de alcanzar su cenit hasta la Era de las Atrocidades, la Catedral Negra era una visión esplendorosa ya desde su infancia. Genhinnom, construida en el lugar en que el coraje de la humanidad había conmovido a Lucifer hasta el llanto, habría de servir de modelo para todas las demás ciudades. Veo el eco de Genhinnom en esta Ciudad de Ángeles. He visto la Catedral Negra en aspectos de todas las ciudades que he visitado. Incluso el recuerdo que conserva mi huésped de las cárceles y prisiones de Argentina apuntan a esa solemne ciudad, a sus rincones iluminados por las llantas y sus sótanos en los que habrían de forjarse artefactos legendarios en épocas venideras. Lo que recuerdo de Genhinnom no es más que una vaga impresión. En la actualidad, las ciudades son entidades dispares, hegemonías creadas a partir de la confluencia de la geografía y la economía.

Pero Genhinnom era distinta. Era plena: una ciudad y una catedral al mismo tiempo, pues ésa es la única manera de describirla en la lengua de los humanos. Se dice que Genhinnom existía ya antes de nuestra Caída, que fue construida aquella Primera Noche para albergar a Adán y Eva y que luego Lucifer la reclamó para sí. Al ver Genhinnom, se comprende la posibilidad de que este mito sea cierto. Era un símbolo de la perfección, una manifestación del Lucero del Alba en la tierra. Al aproximarse a Genhinnom, podían verse las murallas y las espiras que surgían del suelo y tocaban las nubes, arañando el Cielo y arrancando lágrimas de lluvia al firmamento. Para nosotros, existía en capas, cada una más perfecta que la anterior, nueve en total. Las dos menores existían en la sombra, donde podía encontrarse el camino a las forjas de la Legión de Hierro.

Los rebaños mortales de Genhinnom existían entre las capas tercera y sexta, construyendo monumentos en nuestro honor y grandes ciudadelas para alojarse. Las capas séptima y octava eran las nuestras. Aquí teníamos nuestros hogares; algunos modestos, otros ostentosos. El Palacio de las Sombras dominaba el último círculo, la ciudadela y fortaleza del Lucero del Alba. Más allá de la Catedral Negra, los aledaños estaban punteados de campamentos y aldeas donde los más humildes de los nuestros se ocupaban de los peregrinos y los fieles que acudían para rendirnos homenaje. Las sendas que emprendían estos peregrinos pronto se convirtieron en los Cuatro Caminos que serpenteaban en dirección a todo asentamiento, catedral y bastión de los caídos.

Las altas Ciudades

Genhinnom y las tres ciudadelas no eran las únicas ciudades sobre la faz de la tierra. A lo lejos, la Hueste Celestial se afanaba en la construcción de sus propios palacios, nada más que prisiones, en realidad. Los exploradores de la Legión de Plata informaron de que una porción de la Hueste, como nosotros, había decidido rezagarse para velar por sus protegidos mortales. Pero al contrario que nosotros, que impulsábamos a nuestros rebaños a cotas cada vez superiores, los leales mortales parecían hacinarse en estados prisión, cada uno de ellos un microcosmos del Edén en el que existían como existieron antaño Adán y Eva, ignorantes y sujetos a la voluntad del Creador.

Espiramos a lo lejos cinco de las Altas Ciudades: Sagun, Shamayim, Machonon, Zebul y Araboth. Sagun, también llamada la Tercera Ciudad, era una ciudad fronteriza, situada a escasas leguas al otro lado de las Llanuras de la Barrera y las Montañas de las Lamentaciones, desolados eriales de ceniza rodeados de feroces volcanes que señalaban los límites de nuestros territorios. Según, de construcción sencilla, era poco más que un laberinto de piedra, construido para confundir a invasores y habitantes por igual. Estaba gobernada por Anahel, ángel de la Cuarta Casa. Shamayim, ciudad de veneración, era el protectorado de Gabriel, arcángel de la piedad, la revelación y la muerte. Gabriel, segundo de Miguel, era asimismo uno de los escasos entre nuestras legiones y la Hueste.

Muchos murmuraban que Lucifer y Gabriel se reunían periódicamente y que el Segundo Arcángel había decidido permanecer en la Tierra y jurar fidelidad a Miguel para poder proteger a los mortales e intentar convencer a Lucifer de la conveniencia de su rendición. La fortaleza de Machonon y sus parapetos de fuego eran el hogar de Miguel, Arcángel del Cielo y Señor de la Hueste. Un ejército de ángeles flamígeros sobrevolaba la ciudad a todas horas del día y la noche, balizas de ira divina que garantizaban que la ciudad jamás pudiera ser tomada por sorpresa. De todas las Altas Ciudades, Machonon fue la única que no sucumbió nunca. La ciudad del recuerdo, Zebul, existía por una única razón: para catalogar y dar cuenta de la rebelión de modo que nuestras legiones no escaparan a sus pecados. Rodeada de niebla, la ciudad prisión de Zebul archivaba todas nuestras actividades.

Se dice que sus espías y sus agentes, ángeles de las Casas Segunda, Cuarta y Séptima, portan consigo un enorme libro, en el que toman nota de todas nuestras transgresiones. De existir esos libros de registro, quizá constituyan el único referente completo de la Edad de la Ira. La última ciudad, Araboth, era un monumento a la soledad y el lamento. La presidía Caiel, ángel del desamparo y el llanto, de quien se dice que su única tarea consistía en llorar por la Creación, lamentar la caída de Adán y Eva y recordar nuestra antigua gloria. Las puertas de Araboth nunca se cerraban, sino que permanecían abiertas para recibir a aquellos de nuestras legiones que deseaban renunciar a la rebelión y aceptar el juicio de Dios. Abadón arrasó esta ciudad en siete ocasiones durante la Edad de la Ira, pero volvía a ser reconstruida exactamente igual que antes. Se sabe que fueron menos de un centenar de los nuestros los que cruzaron su umbral en los mil años de guerra. Se desconoce su destino, y sus nombres jamás se pronuncian.

La Guerra del Silencio

Aunque los primeros días de rebelión se emplearon en construir y levantar fortificaciones, la guerra no se detuvo. Lejos de los ojos mortales, nuestras legiones batallaban con la Hueste. Los combates de la Guerra del Silencio, como se dio en llamar ese período, eran escaramuzas y batallas de astucia y voluntad. No nos reuníamos en el campo de batalla y cargábamos unos contra otros. En vez de eso, nos reuníamos en los rincones secretos de la Tierra; nuestros campos de batalla eran las diversas facetas de la Creación. Cuanto mayor era la estación de los combatientes, más abstractas eran las batallas. Mientras los señores y los caballeros feroces se enfrentaban con palabras y canciones, los duques y los archiduques batallaban con lo efímero.

Los desafíos sólo surgían cuando uno de nuestra legión se cruzaba con un ángel de la Hueste mientras exploraba el mundo o cuidaba de sus rebaños. Estos enfrentamientos no eran otra cosa que danzas y debates coreografiados, la Creación combatiéndose a sí misma de la única forma que sabía: creando y cambiando. En una pantomima, los caídos intentábamos superar las creaciones de los ángeles y viceversa, lo que causaba espectáculos que llenaban de temor reverencial a los rebaños. Muchas leyendas humanas que sobreviven en la actualidad son tenues ecos de aquellas antiguas batallas. Estos choques se dejaban sentir por toda la tierra, pero sólo del mismo modo que el rugir del trueno o los temblores del suelo.

Cobraban forma de tormentas, de idas y venidas de las estaciones y de ciclos solares. Pugnábamos por desentrañar los misterios de la Creación para nuestros rebaños, mientras que la Hueste hacía todo lo posible por ofuscar la verdad y enterrarla bajo una montaña de supersticiones y dudas. De este modo, la Creación se recreó en infinidad de ocasiones, pero lo que la Hueste no preveía era el impacto que tendría el credo colectivo de los mortales sobre este ciclo. Cada misterio que les planteaba la Hueste, aumentaba el apetito de verdad de los mortales. La Guerra del Silencio se libró durante cientos de años mortales mientras nuestros rebaños crecían y prosperaban. Construimos grandes ciudades y nos enfrentamos a la Hueste por toda la Creación empleando únicamente palabras, conceptos y potenciales a modo de armas, pero esta guerra de cortesía no estaba predestinada a durar.
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