Parte 09: La Caída

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Imagínate la escena. Crepúsculo en el Edén. La primera mujer y el primer hombre pasean por una alfombra verde, rodeados por la fragancia de un millar de flores. El sol oculta la cara con un rubor nublado, proyectando haces de gloria escarlata, bermellón y regio púrpura... pero ni todo su esplendor puede evitar su eclipse, y desciende gradualmente. El verde de las hojas da paso al negro y luego, cuando los ojos se acostumbran a la luz de las estrellas, todo se ribetea de plata.

Tus antepasados deambulaban en medio de todo aquello sin ver, sin sentir e inseguros. Cada uno de ellos es un monumento a la belleza, pero ninguno puede verla en el otro, ni pueden comprenderla. Husmean, tropiezan y encuentran una parra cargada de fruta, el brote de una planta. Arrancan su cena del suelo y cuando lo hacen, una voz —una voz tímida, temerosa pero preñada de anhelo— se dirige a ellos.

—Eva —dice—. Adán. Esto lo he hecho para vosotros. —Al volverse, asombrados, ven una figura ante ellos, vestida de gris, austera y santa. El crepúsculo resulta idóneo para esta aparición, puesto que se trata de Madisel, Arcángel del Pasado Invisible, miembro de la Última Casa. De todas las recolectoras de almas, ella es la más alta que eligió el camino de Lucifer, y se acordó que fuera ella representando a los ángeles más bajos, la primera en mostrar su rostro. Queríamos, compréndelo, revelarnos paulatinamente, para que se acostumbraran a nosotros. Observan en mudo silencio su piel pálida, sus ojos negros, sus alas de ceniza.

—Esto –dice, indicando su cena—. Esto ha muerto por vosotros. Esta planta ha muerto para renovar vuestra vida, y es gracias a mí que así ha sido. Cogedlo con mi bendición... porque os amo. Con el ceño fruncido, perplejos aún, comen, y mientras lo hacen, aparece una segunda figura. Si Madisel era frágil como el vapor, ésta parece fuerte como una tormenta, vibrante, vital y sólida como el roble más robusto. Los humanos contemplan atónitos la gloria de su melena dorada, la fuerza visible en cada uno de sus músculos cincelados, la vida que surca sus ojos penetrantes y sus majestuosas alas. Toda su forma se estremece, cada nervio y cada tendón se mueren por proclamar. Al fin brota su voz en un magnífico torrente.

—Soy... soy Grifiel —dice la figura—. Principado de Los que Cazan de Día. En muchas ocasiones os han observado con ojos ávidos los pobladores de mi dominio, pero sabían que vuestra carne no era para ellos. Abatían seres que pastan, seres que corren y seres que nadan, pero vosotros estabais a salvo de sus garras. Mi palabra las mantenía lejos de vosotros, porque os amo. Desconcertados por estas dos visitas, el hombre y la mujer aún habían de sorprenderse de nuevo cuando surgió una figura de un riachuelo cercano. Toda la gloria jaspeada de la luz de la luna reflejada en el agua resplandecía en sus ojos y su cabello, y cuando se acercó a ellos, titiló de temor reverencial y pasión. El sonido del agua que goteaba de su pelo y sus alas negras componía una delicada sinfonía, si bien no más delicada que la música de su voz.

—Me llamo Senivel. Hablo en nombre de la Casa de lo Profundo, pues soy el Poder de los Arroyos. Siempre que os agacháis para beber, os besamos sin que os deis cuenta, porque os amamos. El siguiente mensajero llegó inmerso en una lluvia de luz estelar. Extendió sus alas de noche sobre ellos y su voz resonó como el girar de los planetas mientras cubren sus órbitas.

—Me llamo Gaar-Asok, la Virtud de la Estrella Polar. Represento a la Casa del Destino, y os ofrezco nuestras bendiciones del futuro y el pasado, porque os amamos. Un estrépito sacudió la tierra, que se abrió a sus pies, igual que una flor que libera su polen dorado. En el centro de la flor de tierra se irguió una figura de cegador esplendor. Las plumas de oro y plata de sus alas entrechocaron y tintinearon cuando se inclinó humildemente ante la humanidad.

—Soy Toguiel, el Dominio del Rubí, y os traigo los obsequios de la Casa de la Materia. —Un gesto, y surgieron a su alrededor vetas de diamantes y jade, un jardín de gemas de tallos dorados—. Los míos y yo os traemos este regalo de nuestro gran amor. Esperamos que os gusten. Os rogamos que lo aceptéis. Los mortales se acobardaron, aturdidos y desconcertados, pero las revelaciones no habían terminado todavía. La fragante brisa del jardín se intensificó, espesándose en movimiento sólido, en una forma que proyectaba gloria a su alrededor, redoblando la hermosura de los presentes. Como el calor, como el consuelo, como la paz era la voz de Nazriel, Trono de la Benevolencia sin Límites, el emisario más destacado de la Segunda Casa que se había unido a la cruzada de Lucifer. Se identificó, y con sus palabras tanto humanos como ángeles se sintieron apaciguados, captando la seguridad que emanaba de ella igual que un dulce aliento.

—Sin ser vistos ni oídos, los míos y yo os hemos protegido. De la caída, del dolor y de la mala fortuna, os hemos mantenido apartados. Sabed que camináis siempre entre nuestros brazos, porque os amamos. Con la santa pareja serenada por la aparición de su protectora, había llegado el momento de que llegara el más imponente de todos nosotros. Lucifer descendió envuelto en un fuego que rivalizaba con el amanecer. Su gloria, desatada, los puso de rodillas. Toda la luz del cosmos parecía concentrarse en él, y toda su majestad rezumaba en ondas líquidas que bañaban a su adorada humanidad. Él era el único de los Elohim que no daba muestras de nerviosismo. No se produjo pausa para el temor, no hubo temblor de inquietud cuando habló el Lucero del Alba.

—Soy Lucifer, Serafín de la Primera Casa, Príncipe de Todos los Ángeles y Voz de Dios el Altísimo —proclamó—. Pero no he venido hasta vosotros para hablar en nombre de Dios, sino como humilde suplicante. Los ángeles que veis ante vosotros, ellos y muchos más de cada una de las siete Casas, se han decidido al fin a declararos su amor. Los ángeles os han observado desde el principio. Ángeles tan numerosos como las estrellas del cielo han velado por cada uno de vuestros gestos y movimientos. Al igual que ellos, se arrodilló, y al hacerlo, se arrodillaron los demás. Sus alas de fuego rodearon a la mujer y al hombre y, con una suave caricia, les rogó que se pusieran de pie ante los reverentes espíritus.

—Venimos, no como oficiales del cosmos y agentes de su Hacedor, sino como individuos. Venimos por voluntad propia para ofreceros un último regalo, el mayor don que podemos conceder, el único obsequio que hace justicia a nuestro amor abrumador. Podéis aceptarlo y ser como nosotros, y como Dios, y contemplar sin barreras las vistas de la creación. O podéis rechazarlo, y seguir como estáis, sin que nuestra visión vuelva a molestaros. Nunca os abandonaremos, nuestra adoración nos lo impide, pero si no deseáis recibir nuestro regalo, hablad ahora, y volveremos a escondernos, a protegeros y amaros únicamente de lejos. El hombre y la mujer se miraron y hablaron en voz baja.

—¿Qué seres son éstos? —preguntó el hombre —. Llegan envueltos en gloria pero se humillan de sus actos. ¿Cómo pueden ser ciertas ambas cosas? ¿Qué podemos responder a su oferta?

—Nos aman, de modo que deben de buscar nuestro bien. Si los regalos que nos han hecho hasta ahora han sido buenos, seguridad, agua y comida, ¿cuánto mejor debe de ser su don definitivo?

—Tienes razón. Deberíamos aceptar lo que nos ofrecen, sea lo que sea. Después de haber visto su esplendor, quiero seguir viéndolos, y si nos abandonaran para siempre, se me rompería el corazón. Se volvieron hacia Lucifer, tomada su decisión. Con solemne regocijo, Lucifer les abrió los ojos.
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