19.9.2017 - Dubrovnik

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Aún estoy vivo, contra todo pronóstico. Si quieres encontrar un lugar donde esta guerra ha metastatizado en un extraño paisaje de aventureros, espías y traiciones, es éste. A veces no sabía si me estaba encontrando con un agente del Sabbat que pretendía pertenecer a la Camarilla o al revés. Por un tiempo, casi parecía un juego, yendo de un piso franco secreto a otro, conociendo gente cuyas metas y planes parecían totalmente impenetrables. Tras Siria, sentí que podría lidiar con cualquier cosa. Este orgullo ha demostrado ser peligroso. Ocurrió una hora antes del amanecer. Planeábamos los encuentros de la siguiente noche en el hotel a las afueras de la ciudad donde teníamos nuestro refugio. Alguien aporreó la puerta y chilló en lo que asumo que era serbio. 

Mi orgullo era extremo, ya que incluso nuestro servicio de seguridad me había avisado de estas visitas nocturnas. Bandas armadas secuestrando gente, reteniéndolas por un rescate o sencillamente robándoles a punta de pistola. El Antiguo Toreador Avignon había desaparecido junto con todo su séquito tras una visita similar para no volver a ser visto nunca. Así que abrí la puerta. Eran dos personas, un hombre de aspecto hosco y una mujer con los ojos totalmente negros. Ambos Vástagos. La mujer dijo: —No te preocupes, no vamos a hacerte daño. Los guardias que había apostados en el patio yacían en hinchadas pilas de carne. Es estúpido por mi parte, pero nunca había esperado estar cara a cara con el Sabbat, desde luego no en suelo europeo. De alguna forma, siempre pensé que la Camarilla o la Ashirra me protegerían. Me volví y corrí, tropezando con mesas y sillas por el pánico. 

Podía ver unas formas negras estirándose por el suelo hacia mis ayudantes, sangre saltando por todas partes. Sus gritos y dolor eran otra lección sobre lo que les pasa a quienes sirven a nuestra gente. —Bien, convirtámoslo en un deporte —dijo la mujer tras de mí, entre molesta y divertida. No recordaba nada de la disposición del edificio. El equipo de seguridad que supuestamente debía llevarme a un sitio seguro estaba gorjeando y sangrando. —No puedes escapar de mí. Hay sombras allí donde vayas —dijo. De pronto, algo me subió hasta el piso superior a través de un agujero en el techo tirándome del cuello de la camisa. Fatima al-Faqadi susurró: —Veamos si podemos mantenerte con vida, pequeño. Estaba tan estupefacto por su súbita aparición que sencillamente me quedé sentado mirándola. La última vez que la había visto estaba destrozando al Sabbat en Bagdad. Ahora estaba ahí, sin explicación alguna. —Espera noventa segundos y toma la escalera al tejado. Me uniré contigo. —Fatima se deslizó por el agujero. —Fatima, ¿eres tú? Qué alegre coincidencia —dijo la mujer del Sabbat como si se encontrase a alguien en una fiesta—. Siempre he sido una gran fan tuya y creo que te debemos una por ir limpiando detrás de nosotros en Irak y… 

Algo interrumpió la voz de la mujer, seguido por el estallido de un rifle de asalto. Sentí un impulso de sacar la cabeza por el agujero para ver qué estaba pasando cuando recordé las instrucciones de Fatima. Aguardé un instante, escuchando los sonidos de la pelea, y luego subí al tejado. Mi cabeza asomó por la trampilla justo a tiempo para ver a un hombre en un uniforme militar saltando del tejado, probablemente apoyo Sabbat que estaba ahí para interceptar a cualquiera que tratase de escapar. Nosotros también teníamos un guardia en el tejado, pero estaba muerto, empalado en una antena. Aguardando en aquel tejado vi la primera luz de la mañana en el horizonte. Estaba en una ciudad que no conocía, siendo cazado por el Sabbat y con gente muerta a mi alrededor. No tenía buena pinta. Entonces Fatima apareció de la nada y me derribó del tejado. Pasamos dos noches ocultos en las barriadas, en una casucha del tamaño de un cobertizo de jardín. A veces el ganado local se aseguraba de que estuviéramos bien y Fatima les daba algo de dinero. Fue sorprendentemente amable.
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