En las profundidades del Yomi, donde la luz del mundo de los vivos es un mito olvidado, las puertas que separan la eternidad del olvido son custodiadas por una cofradía de seres forjados en la malicia y dotados de una confianza inquebrantable: los Vigilantes del Portal.
Estos guardianes no son simples soldados; son manifestaciones concentradas de la desesperación, a menudo identificados como demonios menores o, en su forma más pura y retorcida, como P'o. La ironía yace en su naturaleza dual: son fundamentalmente malvados, desprecian la vida y la piedad, y sin embargo, gozan de una lealtad absoluta a los Señores del Inframundo.
Esta obediencia ciega, nacida del terror o de la promesa de un poder oscuro, es lo que los hace dignos de la tarea más crítica: asegurar que ningún alma escape de la condena.
Desde el interior, su figura se recorta contra las penumbras eternas. Suelen estar armados con espadas de obsidiana o lanzas de hierro frío, armas que no solo cortan la carne, sino que desgarran la esencia espiritual misma. Su autoridad es suprema en este umbral; tienen licencia para la destrucción total. Nadie en el vasto reino del Infierno se atreve a cuestionar si un alma fue aniquilada al intentar cruzar o al "precipitarse" hacia las puertas.
Para los Vigilantes del Portal, la precipitación y la fuga son sinónimos, y la única respuesta aceptable es la aniquilación para servir de advertencia silente al resto de las condenados.
Este puesto, que combina un poder absoluto con un aislamiento eterno, forja un crisol de actitudes dispares. Algunos se hunden en el sadismo, disfrutando de cada ejecución como un arte. Otros adoptan una fría indiferencia, considerando su tarea como una tediosa burocracia de la muerte. Sin embargo, en el fondo, todos los que ocupan esta vigilia comparten una misma condición existencial: existen entre líneas paralelas. No están verdaderamente muertos, pero tampoco están vivos. Están atrapados en la dualidad de su lealtad (dignos de confianza) y su naturaleza (malvados), viviendo en un plano donde la moral de los vivos y las leyes del Yomi jamás convergen. Son el martillo que sella la puerta, condenados a observar sin cesar aquello que jamás podrán experimentar: el tránsito o el escape.
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