Bait al-Fitna

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- Parece el damga de un caudillo - dijo Kazan - aunque más adornado.
- Si, algo así - respondió Om Rashid.

El mameluco, incomodo, desplazó su peso a la otra pierna. La aguda mirada de Om Rashid estaba por fortuna concentrada en la tarea que estaba acometiendo. Pero su hijo de sangre, el propio Rashid, estaba sentado cerca de ella, cumpliendo su papel de acompañante con algo más de seriedad de la necesaria. O quizá tan solo odiaba permitir a los extraños que contemplasen el arte de su profesora. Fuese cual fuese la razón, el oscuro rostro del taureg estaba tan demacrado y agrio que podría pensarse que se había bañado de zumo de limón por error aquella tarde. Kazan se cuidó de mantener una distancia respetuosa.

Om Rashid mantenía también una cierta distancia, es decir, nunca se encorvó sobre la tablilla que sostenía sobre las rodillas pese a los intrincado de su diseño.

Si no lo hiciese así podría detenerse en pequeños detalles para detrimento del conjunto... o algo así había explicado ella. El propio Kazan era incapaz de leer la mayoría de las palabras que ahora fundía con los delicados dibujos vegetales. Como mensajero esclavo le resultaba más provechoso desconocer los contenidos de las misivas que llevaba. Sin embargo, había comenzado a comprender algún que otro detalle. Reconoció con bastante rapidez la frase "En nombre de Alá el benefactor, el Compasivo", grabada junto a la parte de arriba del medallón floreciente. Así que ella invocaba su hechicería en el nombre de Alá. ¿No era aquello pecar horriblemente de presunción?. La mayoría de los ulama humanos responderían que sí. Y, aún así, en los demás aspectos Om Rashid era un modelo de piedad. Sus hermanos venían de Bagdad desde los cuatro rincones del mundo para estudiar con ella hadith. Llevaba sin beber sangre desde una semana antes de su labor y había obligado a Kazan y Rashid a abstenerse toda la noche para que pudiesen entrar en la habitación. Kazan asumió que ella sabía lo que se traía entre manos.

- Dime cómo conseguiste este papel - le ordenó entonces, sin que sus ojos abandonasen en ningún momento la línea del flujo de tinta.
Kazan frunció el ceño. ¿Había hecho algo mal, habría descubierto ella alguna imperfección en su superficie?.
- Fui a Samarcanda, como me indicó y conseguí que aquel de los tres ojos lo bendijese.
- No. Cuéntame cómo lo confeccionaron.
- Perdonadme, señora, pero es una historia cruda, incluso cruel, dice que sus pensamientos solo deben centrarse en lo sagrado cuando está elaborando una caligrafía - miró a Rashid solicitándole ayuda.
Una sonrisa de lo más sincera se dibujó en los labios de la dama, casi invisible detrás del velo.
- Mi querido hijo, mi fiel mamluk. Dudo que me resulte agradable escucharlo, pero de todas maneras debo preguntar. Yo soy la autora de esta obra. Por petición mía has hecho todo lo que has hecho. Quiero saberlo, y recordar el precio de todo. Debes permitirme llevar esa carga.
- Como ordene, mi señora, soy su vasallo ahora y siempre - respondió Kazan, y comenzó a narrar su historia.

En verdad os digo, mi señora, que podrían haberme dejado ciego en Bukhara y aún habría llegado a mi destino guiado tan solo por el olfato. En esta época toda Samarcanda huele a moreras, las que crecen en los jardines de los papeleros y las que aún yacen sumergidas en sus cisternas. La carta de mi señora a ibn Nazif debe haber llegado sin problemas. Me encontré con él a las afueras de las murallas mientras me había detenido a abrevar mi caballo, y luego me condujo directamente al hogar de Karim. Tuve de nuevo suerte, pues nunca lo hubiese encontrado sin ayuda. Este hombre se ha apropiado del palacio de un mercader de algodón y ha ocultado todo quehacer de su corte inmortal tras el bullicio del comercio. No le avergüenza aprovecharse de los lujos terrenales que puede proporcionarle un amo de los bazares: podrías pensar que acabas de llegar a una nueva Sodoma. Quizá los rumores sobre Karim sean ciertos al fin y al cabo. ¿Pero se puede acusar de locura a alguien tan maldito por Dios?. Solo sé lo que vi. El sultán se sentó en su trono y llevaba una zapatilla de fieltro (una, y solo una) la cual se ponía y quitaba todo el tiempo que duró mi audiencia. Sus asistentes le hablaban en susurros, sin duda para que dejase de hacerlo. Él sentía y los despachaba con un gesto con la mano y poco después volvía a hacerlo.

Y no se permitía bajo ningún concepto tocar a nadie o que nadie le tocase. Cuando llegó la hora de cenar ni siquiera se lavó las manos y ordenó a su hermano que levantase la muñeca de la pobre chica hasta sus labios. No creí conveniente hablarle al sultán del verdadero asunto que tenía entre manos, sino que inventé una historia sobre mi venganza contra un Serpiente que huía de mí hacia el este. Sí lo sé lo sé, Dios me perdone por engañar a aquel venerable hijo de Alamut. Pero más tarde me acerqué a su hermano Hajar, que me recibió con suma gracia en la intimidad de sus aposentos y me escuchó confesar mis propósitos. Hajar revisó mis credenciales hasta estar satisfecho y con una orden suya salió de su escondite aquel de los tres ojos, un jurchen de pelo sedoso atrapado en la niñez eterna, tal y como mi dama me describió. Su discurso era fragmentario y extranjero, más pareció entenderme cuando le expliqué el encargo de mi señora. Cierto, conocía al encantamiento adecuado, pero no era tan sencillo; tenía que estar presente durante la confección del papel, debían añadirse ciertos ingredientes, debían rezarse ciertas oraciones.

Y la noche siguiente partimos con él en un palanquín; oculto tras cortinas como si fuese una dama de alta alcurnia, mientras unos fornidos mortales cabalgaban junto a mí actuando como guardaespaldas. Al  pasar espantamos a todos los pájaros con los que nos cruzamos, sacándoles de sus nidos; ahora sé que debía haberlo interpretado como un augurio. Despertar a un papelero no fue muy problemático, pero despertar a sus operarios y convencerles de que trabajasen para nosotros nos costó más, aunque nuestra generosa bolsa prevaleció y finalmente dio comienzo la obra. Monté guardia fuera mientras el jurchen realizaba el ritual, escuchando con atención por si podía escuchar los nombres de los espíritus o djinn que pudiese estar invocando, pero todo lo que escuché fue un murmullo rasgado, como el sonido de ochenta mortales respirando al perfecto unísono. De alguna manera consiguió ponerme los pelos de punta y de repente (no sé por qué) la rabia cobarde de Caín bulló en mi interior, aporreando las puertas de mi alma intentando liberarse sobre los que ta inocentemente aguardaban cerca de mí. Loado sea Dios; pude contenerla. No me atrevo ni a pensar que habría podido pasar. Un día de espera mientras que el papel se secaba, y la tarea concluyó. Nos encaminamos de nuevo al palacio, pero un par de sucios paganos montados en ponis desnutridos nos tendieron una emboscada antes de llegar. No eran personas normales, de eso me percaté inmediatamente. De hecho podría haberles confundido con Wah'Sheen si no fuese porque no podía creer que incluso esos bellacos fuesen tan estúpidos como para concederles la inmortalidad a unos mongoles.

- Entréganos al demonio de los wuzzah - dijeron, o algo así, refiriéndose a aquel de los tres ojos por supuesto. Al instante una manada de lobos surgió gruñendo de la oscuridad y se colocó junto a las monturas de los mongoles, sin que unos y otros animales se asustasen entre sí.
- Sólo os entregaré alivio de vuestra existencia nocturna - respondí.

Esto no les detuvo. Comenzaron a dar vueltas en torno a nosotros como una tormenta arremolinándose, disparando flechas y azuzando a sus bestias contra nosotros. Derribaron a mi caballo y a mí con él. La cota que su graciosa dama me dio demostró su extraordinario temple deteniendo tres de la saetas y aunque dos más me magullaron no me hirieron de gravedad. En cuanto a los lobos, no eran más que bestias estúpidas fáciles de ahuyentar con una ilusión flamígera. Pero oh desgracia, sus amos desbarataron mi argucia, aunque aun mientras se desvanecía un brillo áureo comenzó a extenderse por el suelo ante mí. Yo no lo originé, debió surgir del propio jurchen, pero no pude comprobarlo con mis ojos ya que estaba encarado en dirección a la lucha. Después de que hubiese fallado su primera carga, decidí no darle a mi enemigo la oportunidad de probar de nuevo. No poseían habilidades que emplear contra un atacante invisible. Mi filo acabó con un Kuffar, que se marchitó igual que cualquier otro bebedor de sangre después de cercenarle la cabeza, e hirió a otro. Antes de poder alzar mi espada para propinarle otra estocada, me aferró la mano y la detuvo con una fuerza que sobrepasaba la mía.

- Basta - declaró - No puedo combatirlos a ti y al mal de ojo del demonio al mismo tiempo. Pero has matado a Mianda y sólo tu sangre podrá apaciguar su espíritu. Mi nombre es Taban Chinua y ahora para ti también es Muerte. Búscame en la niebla, escúchame en los trinos de las aves - y de pronto se volvió niebla, o desapareció, tanto da.
Mi señora del palanquín ni siquiera tuvo que salir.

- Acabo de tejer tus palabras en el hechizo, Kazan. Ahora tráeme la tinta dorada.
- Om afiló Rashid otra caña para ese color mientras se lo traía, su expresión serena e imperturbable como un estanque.
- Seguro que tampoco esta adquisición estuvo extensa de aventuras, ¿me equivoco?.
- En verdad mi dama ha hecho un encargo afanoso, pero finalmente encontré lo que buscaba.

Tomé la ruta de hajj hacía Jerusalén y me uní a un nutrido grupo de peregrinos bajo la protección de un terrorífico antiguo árabe. Parecía el camino más seguro. Mucho de ellos no se conocían entre sí y la fila se prolongaba a tal distancia que nadie se preocupó de mi ausencia durante el día. Durmiendo en las alfombras enrolladas de mis sirvientes hice frente al sol del desierto y mantuve intacta mi integridad física (aunque no mi dignidad). Por las noches, entre las paredes frías del caravasar, me cobre mi propio impuesto de peaje de entre los cansados. Después de Damasco nos separamos para dirigirnos en solitario hacia la costa y después al norte. Escuché numerosas historias de Franj y también de perros musulmanes blasfemos que vendían reliquias sagradas de Jerusalén, entre ellas fragmentos de la Roza. Examiné sus mercancías cien veces en cien calles y mercados, pero nadie tenía nada más que ofrecer que basura y charlatanería. Pero soplaban otros aires en Trípoli. Desde luego, muy distintos a los de la enjoyada Samarcanda. Allí los perfumes penetrantes a cítricos y sal marina se mezclaban con el hedor de los Franj sucios y sus desechos, igual que la visión gozosa de las cúpulas del hammam se contraponía a las cruces montadas en lo alto de las mezquitas sagradas. Fue en Trípoli donde finalmente oí hablar de un caballero franco y vendedor de reliquias con una palabrería más creíble que la mayoría ya que realmente se había contado entre los saqueadores de la ciudad santa antes de que Salah al-Din (Alá bendiga su alma) las conquistase y purificase de nuevo.



Observé a este miserable varias noches. Al principio temía que fuese el esclavo de algún templario bebedor de sangre, pero al observarle con más detenimiento pude comprobar que su intelecto era tan deficiente como el de cualquiera de su torpe raza. Decidí entrar en sus aposentos a robar después de que los sirvientes se quedasen dormidos (vivía con un primo suyo en una casa de mucho estilo para un cobarde según me pareció) y comprobé por mí mismo cuán ciertas eran sus afirmaciones. Fue tan sencillo sortear a sus hombres que rayaba lo cómico. Estaban tan atontonados por la bebida que casi no tuve que recurrir a los dones de Caín. La cerradura del cofre que estaba al pie de la cama se rompió con facilidad, y no escucharon nada. Pude contemplar una pila de piezas elaboradas con piedra y arcilla. ¿Qué eran aquellas jarras de agua de pozo estancada? ¿Benditas por el sacerdote del Santo Sepulcro? ¿Y esas rocas polvorientas? ¿Fragmentos de la Vía Dolorosa?. Por lo menos no encontré astillas de la Verdadera Cruz. Pero no le quitemos su mérito a mi anfitrión cristiano. Estaba claro que el incensario de bronce y el aspergillum de plata realmente procedían de alguna iglesia.

Pensé que quizá se había desecho de aquel objeto auténtico hace años, y di la vuelta dispuesto a irme, pero entonces recordé algo que mi dama me dijo acerca de los Franji: que la Roca también es sagrada para ellos, no por la ascensión del Profeta (la paz sea con él) sino porque aún en su estrechez de entendimiento sigue siendo el centro del mundo, el lugar de sacrificio de Ibrahim y la visión de Yacoub. Con dedos ligeros como la seda retiré las sábanas y descubrí el peludo pecho del caballero. Allí, agujereada y colgada junto un embrollo de medallones colgando de tiras de cuero, yacía una piedra de aspecto sencillo que, sin embargo, me llenó de asombro pues supe al instante que este era el verdadero tesoro que se había reservado para sí. Recé a Alá pidiéndole clemencia, pues sabia que había roto la ley sagrada al entrar en los aposentos de una persona sin invitación, aún cuando fuese un infiel. Pero allí estaba, a punto de poner la mano en la reliquia de reliquias.

Tampoco pude arrepentirme y purificarme de la manera apropiada en aquel lugar. Expresé mis razones a Dios lo mejor que pude, recordando a nuestro Señor nuestra piadosa intención, rogándole que no castigase la empresa que acometía por culpa de la vileza de este pobre perro. Apelé al Señor por Sus Nombres Más Hermosos para pedirle que me concediese el coraje de hacer lo que debía. Retiré la mano derecha en el interior de la manga y saqué mi cuchillo con la izquierda, agarré la correa y la corté.

Se hizo el silencio entre los tres Ashirra en aquel momento, un silencio que se acumuló, floreció y se marchitó en tan solo unos instantes.
- Me estaba preguntando cómo te habías hecho esas quemaduras en la muñeca - dijo Om Rashid.
- Descubrí enseguida que una simple tela no asilaba contra el poder de Alá, el Único, el eternamente Buscado - respondió el mamluk, acunándose la herida contra el pecho cuando un eco de aquel terrible dolor punzó su brazo. Había decidido conservarla todo un mes, como penitencia - En verdada nada puede compararse a Él.

La obra dorada de la hechicería estaba casi acabada, ribeteando las formas oscuras, recorriéndolas como las vetas de mineral preciosos de una mina. Pero su pluma se detuvo suspendida sobre la página, aguardando otra historia.
- ¿Y el imán? - preguntó ella.
- Guardaba de usted y los servicios que le prestó un buen recuerdo. Molió la piedra con polvo de oro y lo bendijo con aguas de rosas, como me pidió. Me encargo que le dijese a mi dama que reza porque vuestro conjuro haga efecto con rapidez y firmeza porque de entre los guerreros del país más de la mitad sufre ahora la maldición.
- Malas noticias - fluyeron desde la punta de la caña varias filigranas - pero no inesperadas.
- Y es aún peor: me dijo que muchos de los más jóvenes entre los maldecidos no lo consideran una carga insoportable sino que les ayuda a dedicarse a su Yihad con más fiereza si cabe.

Por primera vez pudo verse un brillo de pasión en los ojos de Om Rashid.
- Entonces están ciegos - afirmó - algo que sin duda alegrará a los Baali.
Rashid se quedó mirando a Kazan por sus nuevas tranquilizadoras y este último añadió.
- El imán tuvo la amabilidad de rezar por mí también.
- Alá bendiga su alma - murmuró ella - ¿Y bien? Continúa, mi mamluk. Tengo la sensación que ni siquiera aquí concluye tu historia.
- No mi dama - continúo Kazan, dubitativo - Pero créame, no debe preocuparle. Sin embargo.... desde que regresé parece que los pájaros cantores salen espantados con demasiada frecuencia cada vez que paso junto a ellos. Pero no vacilo en mi vigilancia: cuando la criatura se muestre, morirá como el perro pues.

Om Rashid asintió mientras intentaba retroceder la sangre que nublaba su visión parpadeando. Todo estaba dispuesto de tal y como ella había pedido. Fijó su mirada en el suelo y con una destreza nacida de años de práctica, negó a sus emociones el poder de salir al exterior. Debía entretejer cuidadosamente el hechizo, regresar a ese estado trasparente de negación del ego tan necesario para su creación.
- En verdad hermano - afirmó por fin - es nuestro sino habitar en bait al-fitna, la Casa del Juicio, mientras caminábamos por la tierra. Ningún hechizo puede evitarlo. Pero acércate... aún queda un ingrediente. Kazan los ha buscado en oriente y el Centro. De occidente te encargas tú Rashid.
El taureg extrajo un vial sellado con un corcho encerado de cristal coloreado. Después de abrirlo se pudo sentir el cosquilleo que producen los encantamientos al liberarlos. El olor que surgió de él le recordó al instante a todos su presente ayuno.
- En lo que se refiere a la historia, la mía no puede compararse con la de Kazan en absoluto.
- Sin embargo, debo oírla - Om Rashid mojó una nueva caña en el vial.

Después de que mi dama me mostrase los errores de la religión de mi gente, no deseaba regresar al Magreb, pero debo admitir que me sentí bien al caminar por las calles de Fez de nuevo, aunque solo fuese brevemente. La serpiente se encontró conmigo allí como habíamos acordado y cabalgamos juntos hasta las montañas. Aquel ser horrendo se encontraba en una caverna que encontramos, en la cual decían los beréberes que habitaba un afrit. Sí, era una superstición, pero nos llevó directamente a donde queríamos. Como cabía esperar habían colocado protecciones en aquel lugar. Había salvaguardias contra fuego, contra peste y encantamientos aún más oscuros de un tipo que yo desconocía. Pero lo que no podía quitar lo quitó el sacerdote blasfemo y viceversa. Entre los dos fuimos rompiendo capa tras capa; umbral, recibidor, santuario, cripta.

La tumba en si era bastante austera, lo cual me sorprendió. Alrededor de su perímetro había una fila de vasijas de tierra llenas de minerales preciosos y diamantes en bruto y por encima de las vasijas habían murales pintados, que el amor por mi religión me impulsaba a reducirlo a esquirlas hasta borrarlo y que ni un trazo pudiera verse. Ahora en mis sueños esas figuras de tiza se burlan de mí y ríen, algo que no puedo borrar de mi memoria con tanta facilidad. En cualquier caso, la criatura impía era poco más que carroña cuando lo encontramos. Supongo que entró en Letargo después de alguna titánica batalla, pues estaba cubierta de cicatrices a medio curar. No se agitó hasta que concluimos, justo cuando le clavé mi vara afilada en el esternón. Antes de que pudiese abrir los ojos o ni siquiera labializar una sílaba, le había atravesado limpiamente hasta el mango.

- Alá sea loado por evitarte la maldición agonizante del malvado. He oído hablar de algunos que no tuvieron tanta suerte.
- Doy gracias a Dios Todopoderoso por Su compasión.
- ¿Y después?
El taureg sacudió la niebla del recuerdo.
- Mantuve su promesa, mi señora y permití que fuese la Serpiente quien tomase las dos primeras vasijas de jugo de las venas de la criatura. También deje que se quedase las ofrendas de la tumba, pues estaba seguro que una botella sería corrupción más que suficiente para el viaje. Pero yo drené la sangre del corazón de la criatura como me indicó. Probé que fuese realmente del Baali antes de poner el tapón. La he guardado todas estas millas con el mayor cuidado.

- Nunca dudé de tu meticulosidad. ¿Qué más pidió la Serpiente a cambio de los servicios prestados?
- Seguramente habría algo más.
- Juró que no le deberíamos ningún favor más.
- No es su costumbre.
- Lo sé. Por eso le hice jurarlo por la Verdad de la Sangre y le pregunté de nuevo. Dijo: "Los demonólatras son tan enemigos nuestros como vuestros. Llevamos siglos diciéndolo, pero seguís sin creernos. Creéis que os he hecho un servicio, pero debéis ser consciente de que también vosotrs me habéis hecho uno".

- Comprendo.
Om Rashid agregó las últimas filigranas de rojo óxido y dejó su pluma a un lado por última vez. Con las manos sobre el regazo, contempló lo que había creado. Sus líneas y colores ya habían empezado a retorcerse: su encantamiento pugnaba por hacerse realidad. Los dos hombres, perdidos ahora en sus propias reflexiones, habían cesado de mirar.
- Entonces, si ese es su precio - susurró en la quietud excesivamente fértil - debo acarrearlo contigo, hijo mío.



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