El Último y Más Grande Profeta

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En una época en la que la vida diaria estaba llena de precariedades, la infancia de Muhammad ibn Abdullah fue incluso más caótica que la de la mayoría. A pesar de nacer en la poderosa tribu Quarysh, que gobernaba la ciudad santa de La Meca, el padre de Muhammad murió cando su hijo aún estaba en el útero, sin dejar herencia a su esposa e hijo. Cuando era un niño, Muhammad era frágil y enfermizo. Su madre, Amina, era demasiado pobre y también solía estar demasiado enferma para cuidar de él y cuando tenía dos años le enviaron con una familia de acogida en la ciudad vecina de at-Ta'if, donde al menos el aire era más sano y podría intentar ganarse la vida como pastor. Los parientes ricos de Muhammad, en La Meca, le miraban con desprecio y su familia adoptiva le trataba con frialdad. Sus primeros recuerdos fueron ser un proscrito. A los cuatro años, Muhammad atendía el rebaño con sus hermanos adoptivos. Su salud fue mejorando pero era taciturno y meditabundo, propenso a momentos de abstracción en los que se quedaba mirando el vacío durante minutos o incluso horas.

Se cuestionaba todo, fuese natural o sobrenatural, como si la vida fuese un enigma y sólo pudiese alcanzar la paz cuando averiguase la solución. Su extraño comportamiento cada vez ponía más nerviosa a su familia de acogida, hasta que finalmente acabaron temiendo que le hubiese poseído un demonio y le enviaron de vuelta a La Meca con su madre. Apenas un año después la madre de Muhammad murió de repente en el transcurso de la visita a unos parientes en una ciudad cercana. El niño se encontró de nuevo perdido, ante la puerta de su abuelo, Abd al-Muttalib. La casa de al-Muttalib tenía vistas a la Ka'ba, un antiguo templo de La Meca que ya entonces era visitado por multitud de peregrinos cada año. Durante los siguientes cuatro años, el abuelo de Muhammad le enseñó la historia de la Ka'ba y su piedra sagrada, que creían que era un fragmento de la luna que había caído a la tierra y era sagrada para el dios lunar Uval. Muhammad aprendió todo lo que pudo, fascinado por los conceptos de la religión y la salvación.

Cuando Abd al-Muttalib murió, Muhammad se tuvo que desplazar de nuevo, esta vez a casa de uno de sus tíos, Abu Talib, un hombre amable pero que creía que los niños debían ganarse su manutención. Con diez años Muhammad fue contratado como camellero y guardia de caravanas que viajaban hasta lugares tan lejanos como Siria y Palestina. Trabajaba duro, pero su búsqueda incansable de respuestas le tenía aún más absorto. En cada ciudad buscaba a los sabios religiosos y santos, debatiendo aspectos de las enseñanzas cristianas, judías y paganas. Finalmente cuando cumplió veinticinco año, Muhammad atrajo la atención de una adinerada viuda de nombre Khadija. Se enamoró de él a primera vista y le pidió que se casase con ella. Ya no tendría que luchar y mendigar cada comida. Ahora podría encargarse de un hogar próspero y crear su propia familia. Muhammad dejó de errar y se dispuso a ser padre, con la esperanza de que en su nueva vida encontrase la respuesta a su desasosiego.

Khadija le dio a Muhammad seis hijos. Dos de los varones, Qasim y Abdullah, murieron durante la infancia, pero a pesar de estas tragedias pasaron diez años sin casi ningún incidente. Muhammad era un hombre de negocios mediocre, que perdía más dinero del que ganaba, pero por primera vez en su vida se acercaba a algo parecido a la plenitud. Aún debatía de vez en cuando con el primo de Khadija, Waraqa, experto en sabiduría judía, pero los asuntos de su familia le tenían casi siempre ocupado. Se dijo a sí mismo que por fin había hallado la respuesta al enigma que tanto tiempo le había tenido intrigado. En lo más profundo de su ser sabía que no era así.

En el año 606 EA Muhammad cumplió los treinta y cinco, una edad en la que la mayoría de los hombres de su posición podían al menos descansar con tranquilidad y aprovecharse de los frutos de su labor. Su alma aún ansiaba algún tipo de sentido más allá de los tumultos de su vida, pero era lo suficientemente viejo como para saber que nunca encontraría la respuesta, O eso creía.

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