Se exigía a los sospechosos que jurasen testificar con sinceridad, incluso contra así mismos. Las declaraciones de los testigos podían tener cualquier procedencia, incluso deberse a quienes normalmente no podían testificar, como criminales, excomulgados y demás. Por último, el acusado no podía servirse de abogados ni escribanos. El Excommunicamus de Gregorio negaba también el derecho a Apelar ante la santa sede. Si, en el curso del juicio, se creía que un sospechoso había mentido, este era encarcelado. Tras una audiencia pública, si el sospechoso abjuraba de su herejía, le era otorgada la merced de la Iglesia, con castigos que oscilaban entre la peregrinación y el encarcelamiento de por vida. El hereje no arrepentido rea sentenciado a muerte.
Puesto que la ley canónica de la iglesia prohibía ejecutar a cualquier persona, los herejes recalcitrantes eran sometidos a la justicia seglar. La forma ordinaria de ejecución era ser quemado en una pira. Por supuesto, alegar que la Inquisición nunca envió a nadie a la hoguera no es más que un sofisma lingüístico. Los herejes condenados por la Inquisición Española llevaban el sambenito, un atuendo parecido a un escapulario. Los herejes arrepentidos llevaban sambenitos amarillos con cruces rojas; los recalcitrantes, condenados a un Auto-da-fe, llevaban sambenitos de color negro decorados con llamas y demonios.
Los Inquisidores se veían a sí mismos como padres confesores, jueces y fiscales; todo en uno. Su misión no sólo era mantener la ortodoxia de la fe y la estabilidad del cristianismo, sino también salvar el alma del hereje. De tenerse en cuenta que los procedimientos para interrogar a herejes y sospechosos variaban tremendamente de un Inquisidor a otro. Algunos, como Conrado de Marburgo y Jean Galand, eran conocidos por su crueldad. La mayoría de los Inquisidores eran sencillamente hombres celosos de su deber que se dedicaban a su tarea con el mayor respeto.

La Orden de Santa Juana
Inspirada por el fervor apocalíptico y el espíritu cruzado de Leopoldo, una visionaria francesa llamada Jeanne Rouller empezó a reclutar mujeres para la misma causa. La fe de Jeanne era fuerte: ella y sus seguidoras presentaron batalla a los ejércitos del Enemigo con la misma dedicación y fuerza que los hombres de Leopoldo. Desgraciadamente, su causa solía ser pasada por alto. Tras su muerte, Jeanne fue canonizada extraoficialmente; aunque la Iglesia no reconoció su santidad, sus seguidoras comenzaron a referirse a ella como “nuestra Santa”, continuando con su misión y fundando la Orden de Santa Juana. Aunque el Pontífice tampoco reconoció formalmente la nueva Orden, no pareció importarles mucho. En el siglo XV, cuando se estaba organizando formalmente la Sociedad, se propuso a la Orden de Santa Juana trabajar en equipo. La Orden accedió, y la Sociedad de Leopoldo aceptó como miembro honorario a cualquier miembro de la Orden que lo desease; sin embargo, muy pocas fueron las que pidieron ser aceptadas, e incluso ellas eran muy reservadas y enigmáticas. Los extraños a la Orden de Santa Juana aprendieron muy poco sobre su funcionamiento interno. Cuando en el siglo XX la Sociedad empezó a promover la presencia de la mujer en puestos de mayor influencia, algunos cuestionaron la necesidad de una orden separada para mujeres. La Sociedad propuso a las seguidoras de la Orden de Santa Juana su plena incorporación, pero la idea fue rechazada por la Orden sin explicar los motivos para ello.
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