Parte 03: El Renacimiento

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Cuando me sumergí en la carne que se enfriaba, el mundo físico extendió los brazos y me asió. Cuando ordené al cuerpo que sanara, que fluyera la sangre y se contrajeran los músculos, me asaltaron imágenes retenidas en el cerebro de la mortal. Dejé que esos recuerdos me empaparan mientras me concentraba en el cuerpo, en recomponerlo, en convertirme en parte de él para anclarme y resistir así la atracción del Abismo. Me sentí abrumado. Nunca hubiera imaginado cómo sentían el mundo los humanos. Yo había existido aparte del mundo de carne y materia. Lo había manipulado, pero nunca había formado parte de él, nunca lo había experimentado directamente. Ahora formaba parte de él, y no tenía ni idea de cómo manejar las sensaciones que estaba experimentando. Lo único que sabía era que quería más. Me zambullí con avidez en aquellas sensaciones, tan diferentes de las que me habían sido negadas en el Abismo. La sensación de la carne, el aire sobre mi cuerpo, la sangre en mi pecho, el movimiento de mi cabello, los pulmones hinchándose en mi interior, el latido de mi corazón, las protestas de mi estómago, la luz en mis iris y la vibración de mis tímpanos.

Todo era nuevo. El mundo parecía completamente distinto de lo esperado, y los sonidos que asaltaban mis oídos me resultaban casi incomprensibles. Ahondé en la mente de Anila en busca de explicación y guía, en busca de sus recuerdos y el sabor de sus emociones, y me perdí en un nuevo torrente de sensaciones. Los recuerdos que constituían la persona llamada Anila Kaul cayeron sobre mí como una ola de experiencia humana. El penetrante dolor del corte con una hoja de papel dio paso al calor del sol en mi rostro y el agua fría a mí alrededor mientras nadaba. Paladeé el cálido sabor de un curry cocinado por mi madre y el desconsuelo por su muerte. Sentí la dicha de la danza, y el ritmo de la música que guiaba ese baile resonó en mis huesos. Sentí el primer beso tentativo de Anila, con un muchacho que seis meses más tarde se burlaría de ella por ser una “paki”.

Sentí la lluvia de una fría mañana londinense sobre la piel mientras Anila corría para llegar puntual a una cita. Sentí su felicidad al salvar a un niño de los maltratos de su padre. Saboreé la bofetada de su padre en mi cara mientras discutían acerca del hombre que había elegido Anila por esposo. Experimenté el tacto, el arrumaco de un padre y las caricias de sus amantes. Una sensación humana, tan primitiva en comparación con la unión de los ángeles, y al mismo tiempo tan absolutamente irresistible, abrasadora. Luego me perdí por completo cuando encontré los recuerdos que guardaba Anila de su marido: el sabor de su piel, la sensación de su aliento en mi piel, las largas y lánguidas noches acurrucados el uno en brazos del otro. No había nada comparable salvo estar en Su presencia. Los recuerdos que yo guardaba de Él eran de ira y castigo, no de amor y pasión por mi marido. Oh, Señor, ¿por qué les concediste esto a ellos y no a nosotros?

Juntos

No sé cuánto tiempo pasé allí, viviendo alternativamente el pasado de Anila y las sensaciones que me proporcionaba su cuerpo en el presente. Al cabo, cobré consciencia de mí y me senté llorando en el suelo. Al principio lloré de alegría. Era libre después de tanto tiempo, pero más que eso, estaba vivo, exultante de experiencias que nunca había osado imaginar ni antes ni después de mi rebelión. Ni una sola vez imaginé cómo sería ser uno de ellos. Me resultaba inconcebible que pidieran tener algo que enseñarnos. Ahora había descubierto que así era. Por primera vez en más tiempo del que Anila podría imaginar, grité de dicha y exultación por un Creador al que había odiado con pasión desde que me viera encadenado a Sus pies.

Me incorporé tambaleante y miré en rededor, con el corazón lleno de júbilo. Tropecé y me caí, magullándome la pierna y adorando la sensación de dolor donde había golpeado el suelo. Luego derramé lágrimas de pesar, porque la vida que amaba no era la mía. La auténtica Anila se había ido y yo, uno de los Verdugos de Lucifer, no sabía dónde. Había tenido un padre que la había querido pese a las elecciones que había tomado, un marido que deseaba estar con ella a pesar de sus diferencias y el tiempo que tenían que pasar separados. Y ahora, esos hombres se verían privados de sus dones porque yo le había arrebatado la vida. Había arrojado su espíritu a la tormenta para poder ser libre de nuevo. ¿Cómo podría compensarles por lo que he hecho?

La Realidad

Ni la alegría ni el dolor duraron eternamente. Por mucho que deseara retener ambas sensaciones, me fue imposible. Se esfumaron mientras intentaba dilucidar qué hacer a continuación. Este mundo no se parecía a nada que hubiera imaginado. La caja, no, la habitación en la que me encontraba no tenía ningún sentido para mí sin los recuerdos de Anila. Examiné sus recuerdos un momento y experimenté ese lugar como lo haría ella. Al cabo de una hora, me entró el pánico. ¿Estaba perdiendo mi identidad y todo lo que era ese cascarón humano en el que me había alojado? Intenté concentrarme en el Infierno, en mi odio, en mi caída, en mi rebelión. Pero no era eso lo que quería. Tenía la cabeza despejada. El odio estaba enterrado en mi interior, y volvía a pensar libremente, de un modo como no había experimentado desde los primeros días de mi encarcelamiento. Quería esto: este mundo y esta vida. Y quería ser yo y ser Anila. Los recuerdos del tormento se mezclaban con los recuerdos de una noche en el pub.

Estaba bebiendo con demonios y torturando las almas de los difuntos junto a unos amigos de la facultad. Fluía en Anila y Anila fluía en mí. El cuerpo me estaba moldeando al tiempo que yo lo maleaba a mi antojo. No tengo palabras para describir lo que sucedió a continuación. ¿Cómo puede encontrar el idioma humano, una manera de describir lo que siente un demonio al convertirse, en cierto modo, en humano? Podría emplear palabras como confusión, locura, dolor, rabia, amor y odio, pero ninguna de ellas expresa realmente lo que ocurrió. El odio del demonio y las pasiones del humano se encontraron, y parte del ángel que fui una vez cobró nueva vida en esa fusión. Por un momento, me volví loco. El demonio no podía asimilar la experiencia humana, y el cuerpo humano no podía asimilar al demonio en su interior. Perdí el control sobre lo que Anila llamaba cordura y me hundí en una masa inteligible de sensaciones y recuerdos. Al cabo, encontré la claridad porque encontré algo en lo que concentrarme: el agresor de Anila.

Sentí el cuchillo que se alojaba en mi vientre, una y otra vez. Había intentado matarme, y no sabía por qué. Tenía que comprenderlo. Debía de haber algún motivo detrás de aquello, algún tipo de motivación que una simple humana como Anila jamás podría comprender. Tenía que saber por qué. Sin embargo, sabía que tenía que proteger antes la existencia de Anila. Necesitaba su vida hasta que hubiera decidido qué hacer a continuación. Descolgué el teléfono y, valiéndome de los recuerdos de Anila, marqué el número de la cocaína. Les dije que me habían atacado y que estaba aturdida, de modo que me iría a casa. Me preguntaron cómo se encontraban la esposa y la pequeña que había ido a visitar. Un recuerdo centelleó en mi mente: Anila diciéndoles que corrieran. Un hombre colérico se acercaba a ellos blandiendo un cuchillo, profiriendo amenazas. Les dije que se habían marchado, que ya deberían estar de camino hacia el centro de atención a mujeres maltratadas.

Parecían preocupados, diciendo que sonaba rara. Estuve a punto de soltar la risa, pero mantuve la voz firme. Mi jefe me dijo que me cuidara. Dijo que ella se ocuparía de contactar con el refugio y denunciar el ataque, pero que yo tenía que rellenar un informe completo por la mañana, si es que la policía no venía a verme antes. No sabía a qué se refería, y no tenía tiempo de sondear los recuerdos de Anila para descubrirlo, de modo que me limité a darle las gracias. Luego me preguntó si estaba bien y si había algo que pudiera hacer por mí. Existo desde el amanecer de los tiempos. He librado batallas con criaturas cuya mera existencia constituye una leyenda para las personas hacinadas en el edificio que me rodea. Pero aquel sencillo gesto humano de preocupación estuvo a punto de hacerme llorar. No se parecía a nada que hubiera experimentado antes. Le di las gracias y le dije que no se preocupara. Luego colgué y fui en busca del hombre que había intentado asesinarme.

La Mano de la Muerte

Descubrí al homicida en un callejón detrás del refugio, oculto y a la espera. Se llamaba David, y hacía dos años que era adicto que era adicto al crack y a vapulear a su esposa. La había enviado al hospital en dos ocasiones, y habían asignado a Anila para que la ayudara a salir de aquella situación. Anila había llegado al apartamento esa mañana, para informar a la mujer de que ya había un lugar para ella y su hija en el centro de acogida. Cuando estaban haciendo las maletas, el marido había llegado a casa, malhumorado y en plena resaca de crack. Anila intentó serenarlo. Ni siquiera vio venir el cuchillo. Cuando entré en el callejón y pronuncié su nombre, vi que se reflejaban en su rostro el terror y la incomprensión. Pensaba que yo era una alucinación inducida por las drogas, y tenía miedo, lo que era adecuado. Soy un Ángel de la Muerte. Debería estar asustado. Quiso correr. Yo fui más rápido. Quiso zafarse de mi presa. Yo era más fuerte. Lo estrellé contra la pared del callejón y lo miré a los ojos.

—¿Por qué?
—¿Por qué, qué? —jadeó.
—¿Por qué intentaste matarme?
—Ibas a llevarte a mi esposa. No podía consentirlo. Es mía. —Volvía a estar enfadado, el odio nublaba su sentido común. Vi un poco de mí en él, un poco de mi propio odio. Me reí en su cara, y eso le hizo sentirse asustado de nuevo.
—Eres patético. Estabas haciendo daño a algo que considerabas de tu propiedad. Te arrogabas derechos que no te correspondían y luego abusabas de ellos, tan sólo para proteger tu errónea visión del mundo. Querías acabar con mi vida por nada más que una inyección de ego. No mereces vivir.

Le mostré lo que en realidad era, lo cual me hizo sentir fuerte de nuevo, y lo maté. No sé si lo maté por Anila o porque me recordaba a los humanos que nos habían rechazado tras nuestro encarcelamiento, o porque me recordaba lo que había sido yo antes. O porque, simplemente, se lo merecía. En cualquier caso, lo maté. Era más fácil de lo que recordaba. El hombre se desplomó ante mi toque, su alma fue desgarrada y arrojada a la tormenta que rugía detrás del Velo. De alguna manera, aquello me hizo sentir vacío. Debería alegrarme que el agresor de Anila estuviera muerto. Ella tenía planes para esto —justicia, venganza— pero yo me sentía triste y vacío. No había trompeta que sonara en las alturas, ni relámpago inesperado que castigara ni transgresión. Transcurrido un momento, me subí el cuello para guarecerme de la lluvia y me fui a casa. 

Sobrevivir a la Vida

Durante un tiempo me oculté detrás de los recuerdos de la mujer que había sido. Hablé con la policía y regresé al trabajo. Me levantaba todas las mañanas y preparaba el almuerzo para mi marido mientras él me hacía el desayuno. Conversábamos sobre las mismas cosas todos los días antes de acudir a nuestros respectivos trabajos. Después de tanto tiempo de dolor, ira y locura, la pura rutina me proporcionaba un ancla. Para intentar comprender aquello en lo que me había transformado. Lo que más detestaba sobre todas las cosas, era el trayecto hasta la oficina. Todas las mañanas esperaba en el mismo andén destartalado a que llegara el tren a la estación, tarde y abarrotado. En el interior, la gente estaba enfadada, frustrada, egoístas que se empujaban por cada migaja de espacio y confort que pudieran conseguir. Las necesidades de su prójimo no significaban nada. Lo único relevante era su propio viaje al trabajo. No había sentido del orden, de la jerarquía, ni de la responsabilidad. El concepto de humanidad parecía serles completamente extraño. Sólo se preocupaban de sí mismos. Todos peleaban con todos por una parte de poder, y hasta al último de ellos le aterrorizaba perder su posición, por insignificante que fuera. Parecerá ridículo, pero en cada uno de esos trayectos veía un poco de nuestra prisión en el Abismo, como si nuestro tormento se reflejara en ellos. Quizá haya más verdad en esto de la que pensaba: Cuando estaba en el Infierno, recuerdo cómo me retorcía de dolor cuando sentía la presencia de otra alma. Aquellos de mis hermanos que permanecen allí transmiten de alguna manera su dolor y su rabia al mundo. Estas personas atacan siempre que alguien se aproxima demasiado. Incluso en el espacio más reducido parecen aislarse los unos de los otros.

Las Ciudades

Si el viaje era malo, el destino era mil veces peor. Hace tiempo construimos un mundo glorioso para la humanidad, pero parece que han renunciado por completo a los dones del Creador y a nuestro trabajo.

La humanidad ha saqueado las ruinas de la antigua gloria y erigido estos gigantescos suburbios en su lugar. Sus edificios nunca tienen vida y nunca transmiten esa impresión. Me resisto a calificar estas ciudades de “muertas” porque la muerte implica que alguna vez hubo vida en su lugar y me cuesta creer que sea ése el caso. Aunque hay cierta belleza y pasión en algún que otro edificio, la mayoría parecen diseñados para subvertir lo espiritual a la física ordinaria del mundo. Limitan el potencial de la humanidad con su abrumadora falta de inspiración. Los edificios se ciernen grandes y apretados, privando de la luz del sol a las criaturas que se afanan a su sombra. El viento aúlla entre estos cañones fabricados por el hombre, congelando el cuerpo y el alma como no lo congelaban ninguno de nuestros cañones. Llenan los edificios de cubículos, con cada trabajador separado del resto por paredes artificiales. Luego se van a casa, a sus cubículos de mayor tamaño, sin aspirar a saludar ni hablar con sus vecinos. Cada alma parece haber encontrado una manera de aislarse de sus semejantes.

Las Relaciones

Ahora comprendo que mi matrimonio es algo excepcional en este mundo. Anila eligió abrirse a otro ser humano, confiar en él y amarlo. Recuerdo ese amor, en cierto modo, de la camaradería que compartimos durante la rebelión. La mayoría de la humanidad parece desearlo y temerlo a un tiempo, de modo que se aíslan aún más de la gente que los rodea. Si ahondo en mis recuerdos, puedo ver la comunidad en la que se crió Anila, un abigarrado grupo de inmigrantes pakistaníes de Extremo Oriente. Nunca volvió a experimentar una comunión igual. Su padre creía que la sociedad estaba desmoronándose, y ella se sentía inclinada a mostrarse de acuerdo. Por eso escogió este trabajo: asistente social, para hacer todo lo posible por ayudar a los más necesitados.

Su matrimonio fue para ella un pequeño símbolo de la necesidad de crecer cerca de otros, no cada vez más lejos. De hecho, había pequeños ecos de rebelión en ese enlace. Decidimos luchar por lo que queríamos pese a todas las voces en contra. El padre de Anila se oponía al matrimonio, y a los padres de Tony no les hacía gracia que se casara con una “paki”. Por algún motivo, ese diminutivo denigra el nombre. Parece que el color de mi piel me señala como distinta en esta ciudad, y a algunas personas no les gustan las cosas que son diferentes. Pero hay humanos de todos los colores deambulando por estas calles, y sus almas no me parecen tan distintas unas de otras. Parece que se trata tan sólo de otra manera de aislarse entre sí que han encontrado.

El amor parece ser un lujo tan escaso en la Tierra como en las profundidades del Infierno. Los mensajes de la televisión promueven constantemente el egoísmo. Cómprate esto para ser feliz. Cómprate esto para poder manipular mejor a los que te rodean. Cómprate esto y gozarás más del sexo. Ah, sí, el sexo. El sexo es una de las grandes ventajas de tener un cuerpo. Lo disfruto a conciencia. Aunque carece de la inmediatez de las uniones angelicales, sin duda proporciona un placer para mí inesperado. Empero, no es lo mismo que el amor, aunque la sociedad parezca haber decidido que constituye un sustituto adecuado. La gente prefiere el sexo al amor, el egoísmo a la comunidad. ¿Será esto lo que pretendía Él? ¿Nuestra rebelión llevó al mundo a esto?

La Violencia

Peleábamos porque teníamos que hacerlo. Desafiamos al Cielo porque pensamos que no nos quedaba otra opción cuando Él nos llamó traidores. La Hueste cayó sobre nosotros y luchamos durante mil años, porque creíamos en el camino que habíamos elegido. Los humanos son distintos. No sé si es porque esa batalla se perpetúa en la cultura de los humanos, y el recuerdo de aquellos conflictos se transmite de una generación a otra, o si es que simplemente fueron hechos así. Eligen la violencia como primera opción, no como último recurso. Más aún, matan. A menudo matan de manera aleatoria e impredecible. Atacan a los que son diferentes, a quienes los amenazan de alguna forma, o incluso a quienes les impiden alcanzar el poder que creen que les pertenece.

He leído en un periódico que nunca hubo un tiempo en que no hubiera guerra en alguna parte del mundo. Los niños se empujan en los patios del colegio. Los hombres pelean en los aparcamientos de los bares o en acontecimientos deportivos. Los maridos agreden a sus esposas, los hijos a los padres. Las personas se matan entre sí sin más motivo que el de arrebatar sus posesiones a sus víctimas. La violencia se ha convertido en parte de estas personas, sus razones son inconsecuentes y sus consecuencias rara vez se tienen en cuenta. Creo que aunque todos los demonios del Abismo dejaran a un lado su sed de venganza, la humanidad terminaría por destruirse a sí misma de todos modos.

La Autoridad

Incluso sus autoridades hacen uso de la violencia. Entre la Hueste del Cielo, sabíamos cuál era nuestro sitio. Habíamos sido creados para satisfacer un cometido concreto, y nunca se nos ocurría hacer otra cosa. Sin embargo, del mismo modo que sucumbimos a las disensiones internas en el Infierno, los humanos pelean entre sí por conseguir el poder. Una vez en el poder, hacen todo lo posible por mantener en su sitio a los que estén por debajo de ellos. En el tiempo que llevo aquí he visto poco que demuestre que la gente desea el poder genuinamente para ayudar a los demás. En los recuerdos de Anila encuentro aún menos. Recuerdo su frustración con los insignificantes oficiales del gobierno local y la despreocupada policía, que hacía poco por facilitarle el trabajo y menos todavía por impedir que surgiera ese tipo de situaciones para empezar.

He escuchado nobles palabras acerca de gobernar por el bien del pueblo, y veo imágenes de hombres y mujeres obesos, que se pasean en coches de lujo y hacen todo lo posible por asegurarse una presencia continuada en los puestos de poder. En sus discursos se les va la boca hablando de mejorar las vidas de las personas que gobiernan, y la mayoría de la gente parece contentarse con eso. Aceptan que estos gobernantes cumplirán lo que prometen, y luego se distraen con la comida, la bebida, el sexo y otras recetas de ocio. ¿Dónde está la humanidad brillante y curiosa que yo contemplaba con tanto anhelo? ¿Cómo se han convertido en estos seres maltratados y sumisos, un insulto para los que los crearon? Pongamos por ejemplo a la policía.

Hay una frase que he escuchado en la televisión, de los Estados Unidos, creo: proteger y servir. Sí, pero ¿proteger y servir a quién? Está claro que no es a las víctimas del crimen, cuyo número aumenta semana tras semana. No será a la gente corriente que todavía no ha llamado la atención de los criminales. Su protección consiste en no haber atraído aún la atención de las personas equivocadas. No, sólo sirven para comprar la benevolencia de la opinión pública. La masa quiere creer que están a salvo, así que unos cuantos matones de uniforme bastan para convencerlos de que así es. La ilusión y el engaño se convirtieron en nuestra moneda de cambio durante nuestra estancia en el Infierno. Parece que la humanidad ha aprendido esta lección tan bien o mejor que nosotros.

La Condición Humana

Aún queda esperanza, bondad en medio del dolor de este mundo roto. La humana que habitaba este cuerpo antes que yo, dedicaba su vida a mejorar la de los demás. Era una de las pocas personas que comprendía el daño que se está haciendo la humanidad a sí misma. Trabajaba para mitigar ese sufrimiento, pese a la indiferencia de las autoridades. La lista de los problemas que manejaba a diario ridiculiza mis más crueles fantasías: violación, abuso infantil, pobreza, violencia doméstica, enfermedades mentales sin tratamiento y racismo. La lista sigue y sigue. El poder parece ser lo único que le importa a gran parte de la humanidad, tanto que están dispuestos a emprenderlas a puñetazos con quienes afirman amar. He pasado meses intentando defender a mujeres, cuyos maridos opinan que están en su derecho de infligir tanto daño como consideren necesario a sus esposas e hijos. Algunos permitían que el poder corrompiera su sexualidad, hasta el punto de codiciar la inocencia de sus pequeños y arrebatársela a la fuerza.

Otros someten sus cuerpos al abuso de los agentes químicos, buscando huir del horror de su realidad, refugiándose en la alteración de la consciencia. He visto cuerpos al borde del colapso, destruidos por las drogas que corrían por sus venas, y la desatención de las necesidades básicas que esto conlleva. A veces no podía ver nada más que la necesidad de morir en su interior, y en esas ocasiones mi verdadera naturaleza, el papel que desempañaba cuando el mundo era joven, vuelve a mí. Cuando esto ocurre, doy la paz a esas almas. No puedo sino culpar a Dios por el estado de estas pobres criaturas. Si hubiera más pruebas de Su presencia en el mundo, siquiera alguna prueba de la obra de los ángeles entre la humanidad, quizá estas personas no buscaran el toque de lo divino a través de estas sustancias. Podrían satisfacer sus necesidades mediante el culto, para lo que fueron diseñados. Quizá esto dé un nuevo sentido a nuestra existencia.

Al fin podemos alcanzar el respeto y la adoración que buscamos durante tanto tiempo revelándonos ante la humanidad. Podemos aportar equilibrio y devoción a las vidas vanas que quieren llevar. Sin embargo, algo en mi interior se rebela contra esta idea. No sé si soy yo, o si es algún poso de Anila lo que me hace pensar de este modo, pero de alguna manera sojuzgar a los humanos a mi voluntad me parece mal. En cierto modo, me convertiría en igual de los hombres que utilizan los puños y su fuerza superior para maltratar a las mujeres que dicen amar. Emprendimos este viaje porque queríamos que estas personas nos amaran como lo amaban a Él. Nunca quisimos reinar sobre ellos, simplemente queríamos que nos vieran y nos dedicaran el culto que es vuestro por derecho. ¿Es realmente una adoración forzada lo que buscamos? ¿Es eso más legítimo que el “amor” impuesto que tan a menudo he visto en mi trabajo?

Los Indignos

A veces tengo la impresión de que he salido del aprendizaje de mi encarcelamiento, para empezar a ver el mundo como es en realidad. Qué fácil es odiar cuando estás apartado de las causas de tu rebeldía, por barreras que ni siquiera los más fuertes de nosotros soñarían con derribar. Mucho más difícil resulta hacerlo, cuando ves el sufrimiento reflejado en el rostro de la persona que tienes delante. Veo que algunas personas se comportan de un modo que me enfurece, y entonces puedo odiar. Hay tantas personas mezquinas, egoístas e indiferentes al mundo más allá de sus insignificantes vidas que no se merecen seguir viviendo.

Otras, en cambio, han sufrido y padecido tanto a manos de los demás, que su desgracia conmueve esa parte de mí que quería aliviar la aflicción de la humanidad antes de que nos rebeláramos. Pensaba que esa parte de mí había muerto hacía tiempo. Me equivocaba. Hay momentos en que me pregunto si realmente hemos regresado al mismo mundo del que fuimos expulsados hace tanto tiempo. ¿Realmente podría permitir Dios que el mundo desembocara en esto, aunque estuviera furioso por nuestro alzamiento? ¿Teníamos nosotros, un simple tercio de la Hueste Celestial, el poder para hacer que el mundo cayera tan bajo? ¿O han entrado en acción fuerzas que escapan a mí comprensión? Eso no me sorprendería. Ya no entiendo lo que antes había sido mi vocación: la muerte.

La Muerte

La muerte fue la maldición que lanzó Dios sobre la humanidad por respaldar nuestra rebelión. ¿Pretendería realmente causarles tanto dolor? La muerte acecha a los humanos de mil formas distintas. Pongamos por caso el escarceo de Anila con la muerte. A veces me cuesta tanto aislarme de sus recuerdos. Quizá eso se deba a que lo que padeció en vida se veía compensado por la dicha que le proporcionaban sus experiencias. La sensación que obtengo cuando mí, perdón, su marido me abraza es indescriptible en términos de lo que experimentamos durante los interminables milenios que pasamos aislados de la Creación. Divago de nuevo. No puedo perderme en los recuerdos de Anila, por seductores que puedan parecer. Los humanos siguen temiendo la muerte tras conocerla desde hace miles de años. Son muy pocos los que he conocido que tengan fe suficiente para creer que hay vida después de la muerte, pero incluso ellos sufren una punzada de duda. Tuve una charla con un sacerdote que trabajaba con uno de mis casos.

Había sido abordado por un niño con problemas antes de llamarnos. Este sacerdote, uno de los pocos que todavía creen de verdad, se encontraba asaltado ahora por la duda. Veía el sufrimiento de sus feligreses y se preguntaba cómo podía consentirlo Dios. Los cinco años destinado en una de las zonas urbanas del centro habían erosionado su fe, pero aún no la habían derribado. A veces pensaba que la muerte era una especie de bendición, y a menudo encontraba más solaz en ella que en el sufrimiento de los que vivían. Estoy de acuerdo con él. A veces el olvido es mejor que sufrir, y hubo momentos en el Abismo en que deseé que mi existencia tocara a su fin. Sin embargo, no comparto su paz completamente, pues sé, sin lugar a dudas, que la vida sigue después de la muerte. Lo que no sé es qué hace Dios con las almas que acoge. ¿Les concede el olvido, o les reserva otro destino? Sin embargo, incluso eso parece menos seguro.

El mecanismo de la muerte se ha estropeado. Los Segadores han abandonado sus puestos, y la muerte se aferra a la vida con una tenacidad que me desconcierta. Es lamentable ver cómo intenta asirse desesperadamente un alma humana a los vestigios de la vida que tuvo una vez, incapaz de alejarse más de unos cuantos pasos del objeto material que se ha convertido en su ancla en el mundo. Antes nuestro trabajo consistía en arrancar lo espiritual de lo meramente físico y permitir que se fuera en paz, pero parece que los Segadores que no siguieron al Lucero del Alba, ya no desempañan esa función. ¿Qué nos queda? Muertos sin reposo, más temerosos de la muerte incluso que los vivos. Algunas de estas sombras desesperadas, han encontrado incluso la fuerza de voluntad necesaria para regresar a los cuerpos de los difuntos, desafiando Su plan flagrantemente. ¿Cómo puede consentirlo Dios? ¿Es que ya no le importa?

La Religión

La condición de este lugar, y de las personas tanto vivas como muertas que lo habitan, hace que me pregunte si Él se asoma al mundo alguna vez. Los humanos fueron siempre Su creación predilecta, aquellos cuyas preocupaciones anteponía a nuestros deseos. Sin embargo, se diría que los ha abandonado, como nos abandonó a nosotros. Esta tierra en que se crió Anila se considera cristiana, la creencia de que Dios vino a la tierra en un cuerpo humano para comprender el dolor de la gente que Él había creado. Me cuesta creer que Él, de cuya cólera he sido testigo, fuera capaz de humillarse tanto como afirman las historias. Sin embargo, en mi cabeza, este credo parece enfrentarse a las creencias de la tribu de Anila, que vive a miles de kilómetros de distancia en un lugar que ahora se llama Pakistán. Estas creencias hindúes a las que se adhiere su padre parecen retratar una multitud de dioses, todos los cuales son, en cierto modo, el mismo dios.

Los demonios aparecemos en ambas versiones, pero ninguna refleja fielmente la esencia de lo que somos ni el porqué de nuestra rebelión. Cuando pienso en ello, la antigua ira, el odio que me embargaba en el Pozo, se agita en mi corazón. ¡Nos han olvidado! Han olvidado por qué luchamos y calumnian los nombres de aquellos que murieron por la humanidad, llamándonos monstruos y tentadores. En eso nos hemos convertido, pero no hemos sido así siempre. Hicimos lo que hicimos por amor, pero las historias sólo nos atribuyen odio. Cierto es que la crueldad de Dios no conoce límites. Me parece apropiado en cierto modo que el resultado de esta falta de verdad sea un descenso de la fe. La sociedad parece valorar el cinismo y el materialismo más que cualquier forma de exploración espiritual. El resultado de esto, y la confusión entre ambas creencias, fue que Anila renunció por completo a la fe. Enfrentada al dilema de elegir entre dos religiones, no eligió ninguna. Pocas de sus amistades mostraban algún interés en la iglesia o la religión.

Quizá sea éste otro indicio de que Dios ha abandonado el mundo: Sin dios que adorar, no se puede sostener la fe. Lo cierto es que el sacerdote que he mencionado antes, se sentía desesperado a veces con la Iglesia. Visitaba otras parroquias cuando tenía ocasión y veía cómo las personas respetables se amontonaban con sus trajes de los domingos, pero podía intuir la falta de fe en ellas. Acudir a misa era algo que hacían todas las semanas porque sus vecinos lo hacían y porque les gustaba que los vieran haciéndolo. Era un ritual vacuo desprovisto de todo significado. Vigilé una de esas iglesias de lejos un domingo. Entre sus paredes había la suficiente fe en Dios para que yo pudiera sentir el dolor de Su ira fluyendo por mi interior cuando llegué a las inmediaciones del edificio. No me atreví a acercarme más que al otro lado de la calle.

El dolor era demasiado intenso. Por si necesitaba una prueba de que nuestra liberación no era obra Suya y de que aún no nos había perdonado, ahí la tenía. La fe dentro del edificio era fuerte, pero la de la gente que lo visitaba era inapreciable. La fe había desaparecido. Sólo quedaba el ritual. Veía lo mismo entre mi gente. Se vestían como hindúes, seguían los rituales y celebraban los días sagrados de la fe, pero no conseguían creer de verdad. Era como si el culto que exigía Dios se recordara, pero ya no se profesara. Seguían los rituales del pasado, con la misma ausencia de comprensión que los niños que imitan a sus padres sin entender el significado de sus acciones.

El Futuro

Pero no he hecho más que rascar la superficie de este mundo. Es un sitio nuevo para mí, y necesito los recuerdos de alguien que lo comprenda para integrarme en la sociedad. Podría existir al margen de ella, pero ¿llegaría a comprender realmente este mundo si lo hiciera? No, no podría sobrevivir en este mundo sin valerme de Anila, lo que significa que debo permitir que Anila forme parte de mí. ¿O formo yo parte de Anila? No importa. He escapado del Infierno y experimento la Creación como nunca pude imaginar antes de mi huida. Comprendo la realidad con una profundidad que me estaba vedada cuando la carne seguía siendo un misterio para mí. Y quizá vea una oportunidad de redimirme. Una vez fui un ángel.

Renuncié a serlo para paliar la ignorancia y el temor de la humanidad. Ahora camino entre ellos como cualquier otra persona, y veo que hay más miseria de la que jamás pude concebir. En parte podría ser culpa nuestra. En parte podría ser culpa de Dios. Gran parte, sin duda, es culpa de los propios humanos. Todavía no entiendo del todo este mundo, pero con los recuerdos de Anila para guiarme, aprenderé. Y cuando haya aprendido lo suficiente, actuaré. El mundo ha cambiado más desde nuestro encarcelamiento de lo que hubiera creído posible. Los humanos son ingeniosos. La tecnología no deja de desconcertarme y sorprenderme. Los teléfonos no se parecen a nada a lo que estuviera acostumbrado. Los demonios nunca necesitamos juguetes semejantes para comunicarnos, sin importar la distancia que nos separara.

Comienzo a acostumbrarme a los ordenadores, pero esta Internet es un concepto extraño. Es un lugar de ideas al que no se accede con la mente, sino con los ojos y los dedos. La gente ha cogido ideas y les ha dado capas de un modo que nunca hubiera esperado. Es como si, en Su ausencia, la humanidad se hubiera arrogado el mando de la Creación. Debo comprender este mundo antes de decidir qué hacer a continuación. Hace semanas que soy libre, pero sigo sin saber por qué fui liberado del Pozo. Me preocupa que cumplir con mi misión de liberar a los Príncipes del Infierno sea un error. Recuerdo cómo era antes de convertirme en Anila, cómo el odio, la ira y el dolor eran todo lo que me embargaba. Si ahora se liberaran criaturas así en el mundo, sin ángeles del Cielo que se enfrentaran a ellas, tiemblo al pensar lo que pasaría con la gente del mundo.

La venganza de los demonios sería terrible. Recuerdo cómo martirizábamos y atormentábamos a los espíritus de los difuntos. ¿Qué no haríamos con los de los vivos? No, de momento me quedaré con Anila y viviré su vida. Me solazaré en el amor de su marido e intentaré comprender los misterios del mundo moderno. El trabajo de Anila me da acceso a muchas personas, y puedo encontrar la muerte una y otra vez. Quizá llegue a entender cómo funciona de nuevo. Quizá deba matar más humanos para comprenderla, pero tengo que asegurarme de que aquellos que mate se merezcan la muerte que les conceda. Los recuerdos de Anila me lo exigen. Pienso que es un trato justo a cambio de su vida, su cuerpo y su amor.
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