Desde el fin del colonialismo, Asia ha sufrido diversas corrientes migratorias a destacar, cada una con sus propios efectos secundarios. A causa de la modernización y debido a su pobreza, el paso más fácil para muchos asiáticos es el de ofrecerse como trabajadores extranjeros lejos de su hogar, dada la tradición del contrato de servidumbre. Ya sea en campos petrolíferos de Oriente Medio o en prósperos hogares de Singapur, Hong Kong y Europa, cientos de miles de habitantes de Bangladesh, la India, Filipinas e Indonesia han abandonado su hogar a lo largo de los años para ganar dinero que poder enviar de vuelta a sus familias. Muchos son horriblemente explotados, especialmente las jóvenes que trabajan como sirvientas, pero el dinero es suficiente para que la mayoría de las familias obtengan un beneficio significativo de los sacrificios hechos por aquellos que trabajan en el extranjero. De hecho, el ingreso de trabajadores extranjeros es la tercera fuente mayor de ingresos por exportación en Filipinas.
En el sangriento caos de las décadas que siguieron a la caída de Vietnam del Sur y al desplome de Camboya, millones de personas, muchas de origen chino, se echaron a los barcos para huir de la reforma y el genocidio. Esta primera gran oleada de refugiados acabó con cientos de miles de ellos viviendo a lo largo de Asia, repartidos en campamentos que apenas cumplían las condiciones mínimas de higiene. Otros miles más fueron reasentados en occidente. Rápidamente se promovió la explotación de estos desesperados refugiados políticos, desde los piratas del Mar del Sur de China, que saqueaban sus botes sobrecargados, hasta contrabandistas que sacaban provecho de la situación trasladando a gente a cambio de dinero. En los años noventa los tiempos habían cambiado y el flujo de refugiados disminuía. Pero la pobreza aún endémica en muchos países asiáticos y el atractivo cada vez mayor de la gran riqueza de occidente, hicieron que un nuevo tipo de refugiado sustituyera a aquellos que huían de la represión política; se trata del refugiado económico, también conocido como el inmigrante ilegal. Pobres de todas partes de Asia, en busca de una fórmula mágica para una vida mejor, pusieron su vista sobre América, Europa y Australia. Pronto los contrabandistas que se habían aprovechado de los refugiados políticos se encargaban ahora de conceder los deseos a esta desesperada gente, que era para ellos como una mina de oro.
A cambio de su dinero o su vida, estos contrabandistas especializados en tráfico de personas (también llamados a veces cabezas de serpiente) podían llevarlas a China o Iraq a América o Australia. Por supuesto, primero es necesario sobrevivir a las penurias y la falta de atención impuestas por los contrabandistas y luego evitar ser detectados y repatriados por las aduanas locales y los guardacostas. Los contrabandistas cobran honorarios abusivos por el viaje, hasta 25.000 dólares por un billete de ida a América. Las familias trabajan durante años para enviar sólo a uno de sus miembros al extranjero, con la esperanza de que en la tierra prometida de la libertad y la riqueza este hijo favorecido tengo éxito y beneficios para todos ellos. Para aquellos que no pueden permitirse tal lujo, los contrabandistas tienen otra oferta: un billete de ida con un trabajo en el lugar de destino en el que un inmigrante ilegal puede trabajar para pagar el dinero de su viaje, claro que con intereses compuestos diarios y un ritmo de trabajo de esclavo, eso en el caso de que realmente llegue a ganar dinero. Mujeres siempre demasiado jóvenes descubren a la fuerza que los contrabandistas estaban sacado un beneficio extra vendiéndolas al negocio del sexo; sus sueños de libertad se marchitan en las sombras, con la horrible pesadilla de la esclavitud en un burdel extranjero.
Antes de llegar a los burdeles o los lugares donde van a ser explotados trabajando, los inmigrantes ilegales deben aún sobrevivir al viaje. Algunos lo hacen a través del mar, donde dos o más docenas de ellos viajan hacinados en un buque portacontenedores, con escasez de comida o bebida. Otros son transportados en camiones a través del corazón del invierno siberiano o del abrasador verano kazajo. Muchos sufren palizas ocasionales y abusos a manos de la propia gente a la que pagan para que les pase de contrabando. Todos tienen tantas probabilidades de morir durante el viaje como de hacerlo en su destino. De hecho, las pocas historias terroríficas que acaban apareciendo en el telediario de las nueve representan sólo un pequeño porcentaje de aquellos inmigrantes que no lo logran. Buques enteros se hunden, llevando consigo a docenas de ellos hasta el fondo del mar, familias al completo mueren de hambre, mientras los compartimientos de carga que habitan permanecen desatendidos en depósitos aduaneros, pobres gentes que se asfixian en la oscuridad de camiones atestados, arañando las puertas cerradas en su último aliento.
El Camino de las Espinas y las Flores Marchitas
Centrados en la tarea de mantener el control sobre el Chi, los Kuei-jin, por lo general, no prestan ayuda con ningún pretexto a la gente que trata de abandonar Asia. Este hecho es especialmente patente en los barrios y campos de refugiados que les permiten encontrar presas de forma tan fácil. Los pobres son aún tan numerosos y los contrabandistas pueden pasar a tan pocos de ellos, que sólo los más poderosos hermanos Catayanos suponen una resistencia a sus actividades en sus campos de caza. Al utilizar los inmigrantes ilegales la red de contrabandistas ya existentes en Asia, las cortes se resisten a crear problemas con organizaciones criminales que de otro modo no dudarían en emplear. Desde hace unos pocos años, los Kuei-jin chinos han empleado también a estas redes de tráfico de inmigrantes ilegales para apoyar su invasión de la costa oeste americana. El Gran Salto al Extranjero ha traído Catayanos a occidente, en una migración que estas redes llevan a cabo sin problemas. De hecho, aquellos jina que protegían las redes de contrabando recogen ahora enormes ganancias como portadores de escuadrones de la Gran Guerra Sombría.
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